Zapatillas de caucho con jamón ibérico
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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Escala final: Madrid. Tras un día agitado, vamos a por los boquerones en vinagre y el jamón ibérico a un bar del Barrio de las Letras, donde vivieron, en el Siglo de Oro, escritores como Lope de Vega, Góngora y Cervantes… y don Francisco Quevedo, que en las novelas de Pérez Reverte aparece como un farrista y espadachín temible.
Son las once de la noche y cuatro señoras sesentonas se acomodan en la mesa contigua a tomar una copa. Eso, en el frío Quito, no se ve comúnmente en un bar; tampoco se ve, bajo el mármol de la mesa, que las cuatro damas calcen zapatillas de caucho.
La idea de ‘vestirse bien’ consistía en distinguirse del montón, pero ahora toda Europa, grandes y chicos, pobres y ricos, andan con zapatillas de caucho y clavada la mirada en el celular. Ya nadie te mira a los ojos. Y nadie, salvo este servidor y algún otro despistado, lleva sombrero de fieltro o lee un libro en el metro. No digamos un diario impreso.
Lo pasado, pisado, me dirán. Pero no: la adicción del planeta al celular trastorna el cerebro de los adolescentes más que cualquier droga. Así que, para proteger mi totuma del sol madrileño, me apersono la mañana siguiente en la sombrerería Medrano, que atiende junto a la plaza Mayor desde 1832, y salgo con sombrero nuevo a caminar por el Madrid de los Austria.
En cambio, los migrantes de la Sierra rural, donde persiste el sombrero de fieltro, necesitan mimetizarse para eludir la discriminación, de modo que abandonan sus usos tradicionales e intentan hablar como españoles y vestirse como cualquier generación Z del globo, con tatuaje incluido.
Al mismo tiempo, Madrid se ha convertido en una mezcla de Miami y Nueva York para los ecuatorianos. Miami porque es nuestra puerta de entrada a Europa y sitio de vacaciones y compras de gente pudiente. Y NY por la ola de migrantes que llegaron acá empujados por la crisis de fin de siglo, cuando España los recibía de buen grado por ser católicos, mestizos, hablar español y ser buenos trabajadores.
Hoy se afirma que viven unos 300.000 ecuatorianos tan solo en Madrid. Es la misma cifra (exagerada) que se manejaba a fines de los años 80 en NY cuando decían que la Gran Manzana era la tercera ciudad del Ecuador, por encima de Cuenca.
–Yo trabajaba en NY –dice el taxista dominicano que nos conduce a una cita diplomática–. Allá es más sacudido el ambiente y se gana más, pero tuve problemas con la visa.
Al pasar junto a las rejas de El Retiro, pregunta si ya visitamos el parque.
–No esta vez –replico–. ¿Todavía hay las ferias del libro?
–Claro, en mayo. Pero es mejor la feria del turismo. Este año creo que Ecuador era el invitado.
–Sí, el presidente vino, se tomó una foto con el rey. Luego se fue de farra y le armaron el escándalo.
Acá, el escándalo lo genera la amnistía concedida al prófugo de Bélgica: no el nuestro; el de ellos, el catalán Puigdemont, que luego de su intentona separatista se había refugiado en Waterloo y ahora es candidato a la presidencia de Cataluña.
Poco queda de esa política española que llevó a todos los partidos a firmar los Pactos de la Moncloa cuando irrumpió la generación de Adolfo Suárez y Felipe González. Hoy ha renacido el franquismo con Vox, mientras Pedro Sánchez pacta con los separatistas con tal de quedarse en el poder y todos se insultan de lo lindo en el Congreso de los Diputados.
Camino de vuelta al Quito de los apagones y el deleznable pacto de Daniel con los correistas, que ha terminado en guerra abierta, descubro que Google me ha estado siguiendo desde Estambul. Ahora me envía el registro día a día de mis movimientos, con los respectivos mapas e íconos de cada visita.
El asunto es de terror pues para el Algoritmo, sucedáneo del Altísimo, los humanos somos meros portadores de un móvil, incautos recolectores de una información tan minuciosa que sabe hasta cuando uno se mete al baño del aeropuerto. Sobre todo si entra con sombrero.