Una Habitación Propia
Ya nunca va a ser lunes
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
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Mañana es lunes.
Eso decía un cartel gigantesco en la vía a Guayaquil cuando regresabas de Salinas o Playas. Recuerdo la primera vez que lo vimos. Íbamos cuatro amigas en un carro y de repente ese sadismo: cuatro suspiros profundísimos a la vez pensando en el cubículo de la redacción del periódico, el cubículo de la agencia de publicidad, el cubículo del trabajo, de la vida de cada una.
Ocho horas en un cubículo, un día tras otro, hasta morir y ser enterrada en un cubículo horizontal.
Mañana es lunes.
Esas tres palabras te hundían en la más absoluta de las miserias. Eran como dagas en el pecho. Tres palabras que a un genio de la publicidad se le ocurrieron para promocionar Lotería Nacional.
La idea era, más o menos, que si te ganabas la lotería nunca más sería lunes para ti.
A mí los domingos de regreso de la playa siempre se me parecieron el día más triste jamás concebido. De niña, mis papás me sacaban más temprano del mar porque había que regresar a Guayaquil. Yo no quería. Nunca quería. Hacía unos berrinches antológicos que mi papá arrancaba de raíz: carajo, mañana tengo que trabajar.
Qué hombre tan triste me parecía pronunciando esas palabras.
Ver el mar en el retrovisor por última vez se me hacía casi insoportable. Me estrujaba el corazón pensar que al día siguiente la playa estaría ahí, con su purísima maravilla, pero que yo ya no: yo estaría a kilómetros haciendo deberes primero y después, horror, trabajando en una oficina sin vistas en un trabajo que no me hacía feliz.
Nunca quise que mi vida fuera una oficina sin vistas.
Siempre envidié a esa gente que se quedaba. ¿Serían millonarios? ¿Quiénes eran esas personas que los domingos no regresaban a la ciudad, que disfrutaban hasta tarde de la playa y que al día siguiente, un maldito lunes, bajaban al mar con su parasol y su toalla a seguir gozando?
¿Quiénes eran? ¿Por qué yo no era uno de ellos?
Puede que no lo dijeran, pero yo sé que mis padres también hubiesen querido quedarse. Cerca del mar había otros ritmos, otros afectos. Mis padres se subían a una hamaca, los dos en una sola, y hablaban de un modo en el que nunca hablaban en la ciudad. Se veían más jóvenes, más guapos, más libres.
El pescado sabía más rico, el helado palito de naranja, el agua de coco.
Nosotros, los niños, teníamos en el cuerpo el gozo de un perro alegre. Mojados y al sol, solo nos faltaba sacudirnos y correr con un palito en la boca.
Los recuerdos más felices de mi vida, sin duda, se generaron cerca del mar.
En esta situación, con la pandemia infinita encima, con el encierro ya tan largo, recordé aquello que me dije durante toda la infancia, toda la adolescencia y toda la primera adultez: algún día viviré en la playa.
Y un día, probablemente un lunes, dije hoy es algún día.
En un ratito bajo al mar.