Una Habitación Propia
¿De qué viven los escritores?
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
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El otro día el escritor Raúl Vallejo publicó un artículo titulado La profesión de leer y escribir que arrancaba así: “si yo fuera médico este artículo sería innecesario por absurdo. A nadie se le ocurriría ir a mi consultorio o llamarme para que atienda a un enfermo en su casa y que yo no cobrase mis honorarios. Asimismo, si yo fuera electricista o plomero, el pago por mis servicios no estaría en discusión. Pero resulta que soy escritor y la mayoría de las instituciones, públicas o privadas, que requieren mis servicios pretenden que yo trabaje gratis”.
Lo de compararnos con otras profesiones es algo que los escritores hacemos todo el tiempo: ¿por qué a ellos les pagan y a mí no? ¿Hay algo en la mística del trabajo cultural que invita a pensar que la transacción económica sobra? ¿Damos la impresión de no estar haciendo algo profesional? ¿De qué creen que vivimos? En serio, ¿de qué creen que vive una escritora?
Estas preguntas me las hago constantemente porque constantemente me invitan a participar en charlas, coloquios, mesas o debates en los que se requiere de mi tiempo y de mi cabeza, del conocimiento que he ido alimentando durante veinticinco años de experiencia profesional, de mi lucidez y mi sensatez, es decir, de mi estar presente más luminoso, pero sin pagarme ni un centavo.
Me invitan, digo, a trabajar gratis.
Cuando pregunto a quemarropa por el pago me dicen que es al ser fomento a la cultura no hay presupuesto o que no pagan porque me están permitiendo promocionar mi obra o que en ese evento, al ser gratuito, nadie está cobrando.
Me cuesta mucho pensar que, por ejemplo, el informático, el relacionista público o el diseñador gráfico de ese mismo evento haya trabajado por amor al arte.
Supongo que los organizadores piensan que para mí, como escritora, es muy fácil, casi nada, pararme ante un público (o ahora ante una cámara) y hablar durante una hora o más manteniéndome entretenida y a la vez retadora, simpática y la vez académica, chispeante y a la vez seria.
Créanme, no lo es.
No parece porque lo mantengo a raya, pero tengo un miedo escénico que hace que a la hora de arrancar una participación se disparen todas mis inseguridades, me lata el corazón a mil y me suden las manos como si las tuviera bajo la lluvia. La paso francamente mal.
Más allá de eso, que a fin y al cabo es un tema mío, está la verdadera tortura: el ejercicio de mantener atento y encantado a un público se come casi todas las reservas de energía que una tiene. El ritmo tiene que mantenerse en un pico altísimo para que a la gente le importe algo de lo que se está diciendo (mucho más ahora que ni siquiera hay contacto visual).
Además, por amor propio y por respeto a la profesión, no te puedes permitir decir tonterías, distraerte, ser mediocre. No te puedes permitir, para resumirlo, pensar que no te van a pagar y que por lo tanto puedes dar menos que el cien por ciento.
No entiendo cómo a alguien se le puede pasar por la cabeza que ese esfuerzo no debe ser remunerado.
Raúl Vallejo termina su artículo con una cita de Juan León Mera que resume muy bien lo que pensamos y sentimos los escritores del siglo XXI.
"Ya en el siglo XIX, Juan León Mera reclamaba el reconocimiento profesional para el oficio de escribir: «¡Qué! ¿vivir del producto de la más noble de las ocupaciones, de la ocupación de la inteligencia y de la pluma, es menos digno que vivir del arado y de la azada? Solo entre nosotros se echan a volar ideas tan estrambóticas: solo entre nosotros se quiere que se escriba y se lea en balde». Estamos en pleno siglo XXI y aún debemos seguir reclamando lo mismo: ¡el pago de honorarios para quienes ejercemos la profesión de leer y escribir!"