Esto no es político
El problema con Alondra
Periodista. Conductora del programa político Los Irreverentes y del podcast Esto no es Político. Ha sido editora política, reportera de noticias, cronista y colaboradora en medios nacionales e internacionales como New York Times y Washington Post.
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El retiro de la visa a Alondra Santiago ha despertado pasiones; demasiadas para un país tan polarizado y tan roto por la violencia, la impunidad, la falta de institucionalidad y de garantías, la desigualdad. Y no es para menos: no se trata de una simpatía o antipatía personal hacia ella; se trata del ejercicio de los derechos y libertades en una democracia. Unos conceptos que no son un bonito poema, son unas garantías que todos debemos proteger.
Pero en una sociedad tan polarizada incluso pretender exponer preocupaciones y argumentos es convertirse también en blanco de ataques, insultos y descalificaciones que desnudan a una sociedad que no está acostumbrada a debatir ni disentir sin enemistarse; una sociedad con serias dificultades para aceptar el cuestionamiento y la crítica y también para hacerlas desde la argumentación y el respeto, evitando atacar a la persona sino sus prácticas o sus ideas.
Vivimos en una sociedad que encierra el debate en la burbuja de las redes sociales, en donde la opinión y la información pueden volverse una mercancía que se compra y se vende a través de granjas de trolls, pagados para atacar, descalificar, mentir y deslegitimar a periodistas y defensores de derechos. El objetivo deja entonces de ser, por ejemplo, la legítima exigencia de un mejor periodismo, una información de calidad o una opinión argumentada, para convertirse en una simple voluntad de destruir al otro.
En una democracia es fundamental que haya diversidad de voces y de líneas editoriales, de posiciones políticas y visiones del mundo. Es anacrónico pretender que los periodistas estén exentos de influencias ideológicas, incluso partidistas. Como cualquier ciudadano, un periodista tienen un bagaje propio, simpatías y antipatías. Lo deseable sería que esas pasiones personales no los cieguen al punto de convertirlos en militantes —algunos conscientes, otros no— de partidos, gobiernos o poderes.
Pero eso también puede pasar. En un mundo diverso hay periodistas diversos: buenos, malos, valientes, sensatos, viscerales, intolerantes, simpáticos, necios, rigurosos, descuidados, curiosos, cómodos, groseros, vulgares, amables, acuciosos, informados, rencorosos, ecuánimes, equilibrados, sesgados, etcétera, etcétera, etcétera.
Igual que hay variedad de médicos, abogados, políticos y empresarios. No hay gremio alguno que sea una masa homogénea.
Los periodistas, por supuesto, tienen un espacio de poder importante porque manejan información y sus palabras, opiniones y reportajes tienen un impacto en la sociedad, por lo que la responsabilidad de su trabajo es enorme. Pero también hay que poder ver al periodismo y a quienes lo ejercen lejos del romanticismo que pretende que sean seres perfectos, infalibles y sin la menor influencia del mundo externo.
Hay que aceptar que, en democracia, todos los periodistas tienen cabida: los que nos gustan y los que no, los que son cercanos a los poderes, los que se pelean con ellos, los complacientes y los inconformes, los que no tienen nuestra visión del mundo y los que no. Y aceptar eso nos obliga, del otro lado, a reconocer también que a buena parte de los ciudadanos no les gusta el periodismo que narra una realidad diferente a la suya; muchos eligen al medio o periodista con el que comparten sesgos, el que reafirma su visión del mundo y les incomodan aquellos que la desafían, la cuestionan o simplemente la niegan.
En esa jungla de diversidad está la democracia. Lastimosamente, en un país de tan frágil democracia, hemos asistido a abusos contra la prensa, sobre todo con la que desafía. Abusos que, muchas veces, son aplaudidos por los simpatizantes del poder de turno. Por eso el problema con Alondra, en realidad, es la ejemplificación del problema que, muchas veces, los poderes tienen con el ejercicio de la libertad de expresión cuando sienten que sus efectos los toca.
Hemos visto, ataques de forma burda: rompiendo periódicos en cadena nacional o entablando juicios en contra de periodistas; otros, en cambio, lo hacen de una forma taimada, presionando medios para que cierren programas o buscando, con todo el poder del Estado, algo que pueda servirles para silenciar esas voces, un retiro de visa, por ejemplo.
El problema evidente es la incomprensión de los gobernantes sobre el rol del periodismo, la necesidad que parecen tener de controlarlo todo, incluyendo a los periodistas que consideran sus enemigos. En el fondo parece que los temen. Y hay razón para ello: el buen periodismo hace tambalear a los poderes.
Esto no quiere decir que los periodistas estén exentos de errores o que su trabajo no esté sujeto al cuestionamiento y a la crítica pública. Si un poder nos dice que un periodista ha cometido un delito y eso es un pretexto para silenciar su voz, debemos, por lo menos, levantar suspicacias. Eso no significa que quien ejerza el periodismo puede usar el oficio para pretender blindarse con una inmunidad inexistente. Aun así, no podemos de alertar del peligro en aplaudir los abusos contra periodistas cuando se cometen desde la más alta esfera del poder.
La sociedad debe respaldar no solamente al periodismo, sino a la diversidad de voces que lo ejercen. Incluso las más estridentes, las menos convencionales o las más incómodas y eso no siempre es sencillo porque el periodismo es un intangible. Podría parecer que no es necesario, que si desaparece no pasa nada, que, es más, estorba. No es así. Un país sin periodistas diversos, es un país destinado al silencio, a la opacidad, al miedo y sometido a la difusión de una única verdad en cadena nacional o viralizando irrelevancias en TikTok.