Virgilio Saquicela, a dos pasos de Carondelet
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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Hace poco me sorprendieron con una pregunta: "¿Qué tiene de malo ser oportunista?". Para no hablar sobre valores, ética y lealtad a los principios, o al menos a la camiseta, opté por una anécdota que me contó el expresidente Velasco Ibarra sobre las elecciones de 1968.
La noche de los escrutinios Velasco esperaba, en una mansión de Guayaquil, los resultados de una apretada elección y la sala bullía de gente.
Pero cuando en la radio se empezó a oír: “Córdova, Córdova, Córdova”, la sala se fue vaciando y Velasco pensó en volver a Buenos Aires.
Un amigo que permaneció junto a él llamó a exigir que no retuvieran los votos y el contaje se revirtió: “¡Velasco, Velasco, Velasco…!” A poco la sala volvió a llenarse de partidarios.
Le observé que esa gente oportunista se movía por puro interés. Alzando sus huesudas manos al cielo, replicó: “¿Qué puedo hacer yo? Hay que utilizar a esta gente”.
En efecto, una característica esencial del populismo es precisamente el oportunismo. No hay ideología, ni partidos, ni lealtades: solo empresas electorales e intereses particulares.
Ahora, para escribir este artículo, consulto la definición de oportunismo que trae la RAE: “Actitud que consiste en aprovechar al máximo las circunstancias que se ofrecen y sacar de ella el mayor beneficio posible”.
Se añade como ejemplos de su uso: "Oportunismo político. El oportunismo del delantero centro".
Sabemos que en el fútbol el oportunismo es virtud. Pienso en un número 9 nato, Luis Suárez, cuando jugaba en el Barça con Messi y Neymar. Menos virtuoso que ellos, sabía desmarcarse, fabricar la ocasión y aprovechar al máximo las posibilidades de gol.
Además, cuando bajaba a defender su arco, Suárez no tenía empacho en violar el fair play tapando con la mano un gol cantado o mordiendo a un rival. Todo un modelo de viveza y garra uruguaya.
Acá, en la cancha de la Asamblea Nacional, donde nadie es transparente y jugar limpio no es una virtud sino una cojudez, el más hábil centro delantero, el que mejor se desmarca, el que no da puntada sin hilo se llama Virgilio Saquicela.
Saquicela fue alcalde de Azogues por Creo, pero llegó a la Asamblea con la camiseta de un minúsculo partido, Democracia Sí. Luego, con el apoyo del Gobierno, fue nombrado primer vicepresidente de la Asamblea.
Acto seguido, se apartó de Democracia Sí y terminó dando la espalda a Lasso y jugando solo para sí mismo. A partir de la destitución de Llori, ocupa la presidencia y es segundo en la sucesión al trono de Carondelet. Tal como lo era Fabián Alarcón en 1997.
Una carrera para sacarse el sombrero. Porque ¿a nombre de qué santo se le puede juzgar en ese baile de alianzas y traiciones que es la Asamblea, donde cada quien jala para su lado y las zancadillas están a la orden del día?
Allí donde todos comparten el estilo populista que se ha vuelto universal. Un estilo en el que la ética es avasallada por el pragmatismo. Ya lo dijo el mismo Velasco Ibarra: "el político que quiere inspirarse en el ejemplo de los santos es un cobarde y, tal vez, un canalla".
La diferencia es que el padre del populismo ecuatoriano era un caudillo volcánico, sí, pero de una inteligencia y una cultura superiores.
Hoy, a juzgar por el informe de la comisión ad hoc, los asambleístas lindan con el analfabetismo jurídico, pero son capaces de fabricar la jugada para que su número 9 se acerque a la portería de Carondelet.