Esto no es político
¿Quién defiende a Verónica Abad?
Periodista. Conductora del programa político Los Irreverentes y del podcast Esto no es Político. Ha sido editora política, reportera de noticias, cronista y colaboradora en medios nacionales e internacionales como New York Times y Washington Post.
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La situación en que el gobierno de Daniel Noboa ha puesto a la Vicepresidenta Verónica Abad es, por lo menos, irónica: ha convertido a una mujer que debía ser su aliada política en una víctima exiliada al otro lado del mundo.
Aunque Noboa y Abad fueron los primeros en inscribir su candidatura como binomio, la distancia entre ambos se hizo evidente desde la segunda vuelta electoral, cuando ya no había forma de romper el acuerdo que, tras la victoria, los convertiría en Presidente y Vicepresidenta por el próximo año y medio.
Excluida de las celebraciones tras el triunfo —sin ninguna versión oficial que explicara la ruptura entre ambos—, Abad fue rápidamente enviada lo más lejos posible de Carondelet. El presidente decidió asignarle funciones como “Embajadora para la Paz”, en Israel.
De ahí, en adelante, el desenlace parece digno de una telenovela. Las más recientes declaraciones de Esteban Torres, viceministro de Gobernabilidad, advierten los escenarios que el Gobierno está contemplando para evitar que Abad quede frente a la Presidencia de la República cuando Daniel Noboa deba pedir licencia para hacer campaña, si decide ir a la reelección.
“Sería nefasto para el país que una persona que no comulga con la visión y con las acciones del Presidente asuma el poder”, dijo Torres.
En realidad, lo nefasto es que Noboa haya elegido voluntariamente a una persona que no comulga con su visión, en el apuro de presentar una candidatura que ni él mismo creía capaz de llegar a ganar.
Lo nefasto es que políticos como Noboa —que está lejos de ser la excepción— todavía consideren que se puede hacer política y gobernar un país improvisando, sin una militancia formada, sin equipos capaces de asumir el poder.
El país ha padecido suficiente con ministros y funcionarios sin ninguna idea de lo que hacen; que, parece, llegan al gobierno, a culminar sus prácticas preprofesionales, con un costo altísimo para la gobernabilidad y la institucionalidad.
Es nefasto que el gobierno busque constantemente cómo adaptar las reglas del juego para acomodarlas a su gusto. Que no se nos olvide el fallido intento, desde la comisión de Relaciones Internacionales, presidida por el oficialismo, de reformar la ley para bajar la edad mínima para ser embajador a 30 años y así, cumplir el capricho presidencial.
Que Verónica Abad sea Vicepresidenta de la República es responsabilidad de Daniel Noboa y en un país con algo de transparencia, lo mínimo que se esperaría es que rinda cuentas sobre cómo la eligió, dónde la conoció, en qué momento empezó la distancia, por qué es irreversible la ruptura.
Si Abad ha cometido un acto de corrupción, incluso si es que hay sospechas aún no probadas de eso, los ciudadanos tienen derecho a saberlo.
Y esto no se trata de defender a Abad. Aunque sí debemos reconocer lo irónico de su situación: muchas de quienes ahora señalan indicios de violencia política en su contra, son mujeres que defienden los derechos de otras — incluso de aquellas que han vulnerado, en el discurso y en el accionar, los derechos de las mujeres— y a las que Abad, de haber podido, probablemente habría pisoteado.
El discurso de Abad le regresó como un búmeran: ella, una mujer que negaba la necesidad de acciones afirmativas para impulsar la participación política de las mujeres, logró llegar a la papeleta, primero, y a la Vicepresidencia, después, precisamente gracias a una norma que obligaba a un binomio paritario.
Ella, que negaba la existencia de la violencia de género, hoy se reconoce como víctima de la misma.
Y claro que hay indicios para sospechar que el Presidente se ha ensañado en su contra. En un país hiperpresidencialista y con institucionalidad tan débil como la ecuatoriana, por lo menos levanta suspicacias que, en medio de una pugna evidente entre Noboa y Abad, se inicie una investigación en contra del hijo, Sebastián Barreiro Abad, y este haya terminado cumpliendo la prisión preventiva en La Roca, la cárcel más peligrosa del país, por más de un mes.
Inevitable que nos preguntemos si ese no es un mecanismo de presión desde el Ejecutivo para obtener la renuncia de Abad.
Pero así no funciona la democracia. La democracia exige cumplir sus reglas, incluso cuando quienes se benefician de ellas son políticos que disgustan.
Como funcionaria pública, Abad debe rendir cuentas por sus acciones y omisiones. Si hubiese razones suficientes para investigarla, quien debe hacerlo es la justicia, de forma transparente y oportuna, sin ninguna injerencia del Ejecutivo.
Que sepamos, eso no ha pasado. O, al menos, no todavía.
A lo que sí hemos asistido es a un espectáculo de malabares que hace el gobierno para adaptar la legislación al ancho de sus intereses y eso es una alerta peligrosa porque hace pensar que, cuando de mantener el poder se trata, quizás el gobierno esté dispuesto a transgredir los límites de la democracia y la ética.