Una Habitación Propia
La vida en el silencio de los órganos
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
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Esta semana he pensado mucho en lo roto, en el daño, en lo frágil: un problema muscular me tumbó como cuando los karatekas hacen despliegue de fuerzas y me confinó aún más de lo que ya estaba.
Había estado apretando demasiado las mandíbulas, haciendo de mi nuca un puño, doblando el cuello como una tortuga que escribe a máquina.
Mis cervicales dijeron mata o muere, a esta hay que pararla.
Mi espalda, que sabe todo lo que nos pasa incluso mejor que nosotras mismas, me obligó ya no a no salir a la calle, sino a no salir de la cama.
Cuando la espalda dice basta es un ultimátum.
Como en el magnífico cuento Casa Tomada de Cortázar, me fui quedando arrinconada, prisionera tras mis propias cuatro paredes, temerosa e infantilizada.
Además, qué largo es el tiempo que no hay cómo matar.
Sin poder leer, ver televisión o hablar. Mareándome brutalmente al mirar el teléfono, sin otra alternativa que mirar al techo, pensé mucho en esa frase del cirujano René Leriche de que "la salud es la vida en el silencio de los órganos".
Con mis cervicales estallando en alaridos cada vez que intentaba incorporarme, me di cuenta de lo eficiente de la metáfora de Leriche.
Las partes enfermas de tu cuerpo gritan como bebés hambrientos y no hay manera de no prestarles atención.
La salud es como cuando te alejas de los ruidos de la ciudad y vas a la playa o a la montaña. Allí puedes escuchar los pájaros, el mar, las risas de los niños. La salud es la delicia de ser capaz de escuchar al mundo y no a tu propio cuerpo. La salud es, digo, que tu organismo no te joda.
Nuestra capacidad de sobreponernos al dolor es asombrosa. Estoy segura de que en unas semanas no recordaré las contracturas, las náuseas o los mareos que me han tenido empastillada, recluida y momificada. Mi cuerpo, esa parte al menos, callará y yo podré pensar en otra cosa.
En estos días de convalecencia me he dado cuenta de que lo único que importa es la salud y he lamentado la poca importancia que le damos sobre todo cuando somos jóvenes.
La salud, o sea el silencio de los órganos, es lo único que nos permite hacer dinero, buscar el amor, disfrutar de los nuestros, tener bienes materiales y ser, en pocas palabras, felices.
Sin salud es impensable la felicidad o cualquier otro sucedáneo de ella.
Les digo esto para que recuerden que el virus sigue ahí, rondándonos como el lobo frente a la casa de los tres chanchitos, y que el grito del pulmón reclamando aire debe ser uno de los más ensordecedores que hay. Ni ustedes ni yo deberíamos tener que escucharlo nunca.
Cuídense el cuerpo. Manténgalo en silencio. Quédense en casa.