Una Habitación Propia
La vida normal
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
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Extraño todo.
Extraño a mis amigos, a mis amigas, e incluso a aquellas personas de las que no tienes el teléfono, pero que cuando aparecen te alegran el día, les haces un hueco en la mesa, les sirves de tu cerveza.
En el centro de Guayaquil hay muchas de esas personas, aparecen por La Culata y una mesa de dos se transforma en una de quince.
Alguien pide una cerveza helada y tú te dices a ti misma: esto sí que es vida.
Extraño el teatro, ver a Alejandro Fajardo dándolo todo en su nuevo papel, haciéndonos estremecer con su voz de latigazo o con su risa de diablo.
Extraño los eventos multitudinarios, los conciertos, el cine, las salas de las casas donde nos agrupábamos treinta personas y a veces con una anécdota escuchabas retumbar treinta carcajadas.
Extraño vivir sin ese miedo, ya saben a cuál me refiero: ese miedo nuevo.
Extraño el encuentro con los lectores y las lectoras, esa honestidad con la que se te acercan las jovencitas y te dicen que le gustó mucho tu libro y te abrazan y tú las abrazas y te piden una foto en la que hacemos boquita de pato.
Extraño no pensar en nada al salir a la calle. No pensar en que otra vez me dejé la mascarilla y tengo que volver por ella. El recuerdo del peligro en un pedacito de tela y un par de elásticos.
Extraño, claro que extraño, salir a comer con mi familia, visitar a las amigas en sus cumpleaños, acompañar a gente querida que ha perdido a sus familiares, ver a los adolescentes queridos graduarse.
Seguro que cada uno tiene sus nostalgias de ese otro mundo en el que vivíamos antes, pero veo con temor que las cosas se están flexibilizando a un ritmo vertiginoso.
A veces pareciera que no hay pandemia, que nunca la hubo. Veo bailes y fiestas con tortas de novia gigantescas.
A veces pareciera que no hay pandemia, que nunca la hubo. Veo bailes y fiestas con tortas de novia gigantescas, fuegos artificiales en el cielo, eventos multitudinarios en espacios cerrados.
Temo.
Temo porque nadie nos ha garantizado que la vacuna protege contra todos los tipos de virus que pueden degenerarse del Covid-19, porque es muy pronto, porque casi, casi no sabemos nada.
Temo porque la variante Delta está cerca de mi familia allí en la frontera con Perú y tiene a conocidos y familiares contra la pared. Temo, y tal vez ya lo haré para siempre, traer a casa el mal y contagiar a mi mamá.
Temo ver a la gente que amo, relajarme, olvidar esta cosa horrible como si fuera un mal sueño cuando en verdad esta cosa horrible está mutando, buscando nuevas formas de atacar nuestros organismos.
No soy paranoica, soy realista.
Y extraño vivir en un mundo en el que la gente no moría de esto, sino de otras cosas y de vez en cuando nos enterábamos de una enfermedad, de una muerte, y llorábamos a los muertos uno por uno.
La verdad es que ya no sabemos nada.
Y a pesar de que extraño tanto la socialización como humana que soy, como gregaria que soy, como hembra de mi especie, prefiero resguardarme para proteger y protegerme.
Siento que el peso de contagiar a los demás por irresponsable sería más doloroso para mí -inenarrablemente más doloroso- que contagiarme por alguien que no se cuidó.
Tal vez esto último suene estúpido.
Tal vez debamos pensar así todos y todas hasta que el mundo vuelva a ser el que conocíamos.
La manada tiene que cuidar a la manada. El lobo está afuera. Está dentro.
El lobo está.