Vicepresidentes siglo XXI: el desfile se acelera
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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No habían pasado tres semanas del nuevo milenio que asistíamos a un golpe de Estado. Para frenar la inflación desbocada, un Mahuad débil y errático decretó la dolarización, pero ya era demasiado tarde. La conspiración de indígenas y militares estaba en marcha.
El 21 de enero, el coronel Lucio Gutiérrez, el indígena Antonio Vargas y el abogado Solórzano Constantini formaron un triunvirato de opereta. Poco después, el coronel fue desplazado por el general Mendoza, quien hizo valer su jerarquía.
Pero había alguien más arriba: a la madrugada, Peter Romero les advirtió desde Washington que Estados Unidos no reconocería a una dictadura, de suerte que se dio paso a la sucesión constitucional y Gustavo Noboa fue ungido presidente en el Ministerio de Defensa.
A Noboa le hizo la vida imposible el mandamás socialcristiano León Febres Cordero, quien lo persiguió como "perro con hambre", fueron sus palabras, hasta que Noboa, ya como expresidente, se asiló en la sede diplomática de la República Dominicana.
Entre tanto, la mayoría de votantes había premiado con la Presidencia de la República al coronel golpista, quien había escogido como su binomio al cardiólogo guayaquileño Alfredo Palacios porque le había gustado su presencia como médico en la retaguardia del Cenepa.
A Lucio le derrocaron los forajidos quiteños, no por la economía, que seguía recuperándose desde el gobierno anterior, sino por su burda manipulación de la justicia y de la asamblea, con la Pichicorte y la traída de Abdalá.
Esta torpe provocación exacerbó los ánimos de la clase media y alta de Quito, cuya movilización tuvo un ingrediente racista, anticholo.
Ya presidente, el doctor Palacios dejó claro que si le molestaban mucho se iba del cargo, así que le dejaron en paz hasta que completó un período insípido.
Fue Palacios quien nombró ministro a un economista joven y atolondrado que dictaba clases en una universidad pelucona: Rafael Correa, que inició así su fulgurante carrera hacia Carondelet, a donde llegó acompañado por Lenín Moreno.
Por su amabilidad, su discapacidad y la campaña Manuela Espejo, el vicepresidente Moreno superó en popularidad al encumbrado Correa, que nunca se lo perdonó.
Para las elecciones de 2012, Correa desafió la tradición al integrar la papeleta con otro guayaquileño, Jorge Glas, que había plagiado su tesis de ingeniero y pasó a manejar los sectores estratégicos.
Nombrado embajador ad honorem de la ONU, Moreno marchó al exilio dorado en Ginebra, pero como seguía siendo el candidato más popular de Alianza País, Correa, que ya no podía terciar en las elecciones de 2017, lo aceptó a regañadientes.
Sí, pero imponiéndole como vicepresidente a su pana Jorge Glas para que le cuidara las espaldas y desplazara al presidente Moreno a la primera de bastos.
Ni lo uno ni lo otro. Glas fue enjuiciado por actos de corrupción y fue a dar a la cárcel, mientras la Vicepresidencia pasaba a manos de María Alejandra Vicuña, ex asambleísta que fue acusada a su turno de haber cobrado diezmos a un funcionario y debió renunciar.
Acto seguido llegó el comunicador guayaquileño Otto Sonnenholzner, miembro de una familia acaudalada, pero sencillo y servicial.
Le tocó enfrentar los inicios de la pandemia y, gracias a la incesante publicidad de sus recorridos por el país, se volvió más popular que un Moreno prácticamente caído luego del paro indígena que incendiara Quito.
Otto renunció pensando en una campaña presidencial que no cuajó y de la cuarta persona que ocupó la Vicepresidencia solo recordamos que se palanqueó una visita al Vaticano con su familia.
No han pasado dos años de aquel desbarajuste y otra vez se abre la posibilidad de una sucesión presidencial. No tenemos remedio.