Viaje a Manabí por el túnel del tiempo
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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El Tatatambo es como el túnel del tiempo. Pero esta mañana de domingo, con buen sol y poco tráfico, es un tranquilo paseo.
Debido al copioso invierno, las montañas lucen un verde intenso y los torrentes de las cascadas se precipitan, poderosos, hasta el asfalto, donde han instalado lavadoras exprés de vehículos.
Lo imperdonable es que, 60 años después de la apertura de la Alóag–Santo Domingo, mientras han pasado por Carondelet y el Consejo Provincial toda suerte de políticos que prometen el oro y el moro, la mitad de los 100 kilómetros más importantes de Ecuador son todavía un delgado carretero con derrumbes incluidos, en eterna construcción.
Ya en Puerto Nuevo, al borde del río oscurecido por el limo, probamos los panes de yuca y enfilamos hacia Pedernales, que creció con el auge del camarón y luego fue castigada por el terremoto, los políticos ladrones y la pandemia que ahuyentó a los turistas serranos.
Dicen que están volviendo. Ojalá. Hay movimiento en los almacenes y se distingue uno que otro carro con placa de Pichincha junto a los salones del malecón.
Aspirando aire de mar llegamos a Cabo Pasado, a visitar a un sobrino que administra una hacienda espectacular, con playas, muchas hectáreas de selva, monos aulladores, plantío de maracuyá y crotos multicolores.
¿Recuerdan los delirios agringados de Sixto, cuando dijo que Bahía era su Camp David y que en Cabo Pasado iban a hacer un resort de lujo para que vinieran los millonarios del mundo?
Pues Sixto ya ascendió a los cielos y Jeff Bezos también prefiere incursionar en el espacio que venir por acá. Mejor, pues así la única gente que transita por estos senderos selváticos y lodosos, donde nos atascamos un par de veces, son montubios a lomo de mula y un cabeza de mate, que se come las gallinas de mi sobrino.
Ahora amanece en el apartamento de El Morro. Dos camiones extraen arena de la playa, actividad que está prohibida, por eso la hora furtiva. Pasan volando por el borde del balcón, fragatas, gaviotas y algún gallinazo madrugador.
Al otro lado de la desembocadura del río Chone se yerguen los edificios blancos de Bahía, seguidos por el horizonte cóncavo del mar y la antigua hacienda Napo del español Ramón González Artigas, quien introdujo aquí algodón de fibra larga. Todo luce cubierto por la vegetación y orillado por los palos arrojados por el aguaje.
Canoa, centro de un turismo de mochileros con tarjeta de crédito, también se recupera. Ya nadie lleva mascarilla, salvo el mesero del Bambú Bar que nos sirve el ceviche con los chifles crocantes y la cerveza fría bajo los almendros.
Luego, en la playa resplandeciente, un extranjero viejo y curtido por muchos soles se apoya en su cayado de profeta mientras sus cuatro perros corretean por la playa y se meten al agua.
Así jugaban mis perros cuando yo era niño y los rusos instalaron los misiles en Cuba. Como dicen los franceses: 'Plus ça change, plus c’est la meme chose'.