De la Vida Real
Un viaje cualquiera con amor y corviche
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Treinta minutos antes de la hora acordada bajó a verme. Subió mi maleta al carro y, en tono apurado, me preguntó: “¿Ya estás lista, Tinita?” Yo, en tono enervado, respondí: “No, no estoy lista, Pa. Llegaste media hora antes”.
No entiendo la manía que tiene mi papá por siempre querer estar temprano y, cuando llega, está desesperado por irse. Me imagino que lo que él disfruta es el viaje.
Mientras yo corría por toda la casa buscando el bloqueador, las chanclas, el repelente y mis zapatos, él solo veía y me preguntaba insistentemente: “¿Ya estás?” Eran las 8:25 de la mañana de un viernes cualquiera.
El plan era sin horario, sin apuro, pero mi Pa claramente no entendió. De verdad, no teníamos nada más que hacer que irnos a Same, al hotel de mi abuela, revisar el techo que estamos cambiando allá y algunas pequeñas cosas que debía coordinar con los empleados. Y al otro día regresarnos.
Al corre corre, cerré la casa. Estaba estresada. Entré al auto con la idea de que íbamos a llegar tardísimo. Mientras mi Pa abría el portón, yo me ponía los zapatos. Mi corazón latía a mil y la angustia se desbordaba.
Mi papá, muy calmado, manejó sin apuro alguno. Puso su playlist y dijo en voz alta: “Bueno, ahora sí nos vamos”. Me reí y pensé: “Es el ser más perfecto que hay en este mundo”. Porque según yo, mi Pa no tiene un solo defecto.
Me mata de las iras, me enerva, pero luego con él todo fluye y vuelvo a mi centro inmediatamente. Desde que soy chiquita me ha dado siempre seguridad y siento estar protegida por mi papá.
Sabía que con él nada malo me iba a pasar y ahora que soy adulta me ocurre lo mismo. Hace mucho tiempo no compartíamos un rato solos. Nos vemos casi todos los días y conversamos, pero como siempre está apurado, el tiempo que compartimos es fugaz.
Fuimos por la carretera oyendo a Chavela Vargas, Los Panchos, Julio Jaramillo, tango, fados y una que otra canción en inglés. También conversamos largo sobre puntuación: de comas, de la frase corta y del punto y coma. Sin forzar nada, tuvimos un espacio para hablar de nuestro oficio, la escritura.
Es complicado hablar con pasión de este tema porque a nadie le interesa ni le importa. Pero ahí estaba Joaquín Sabina de fondo y nosotros hablando del género literario que más nos une: la columna.
Hablamos de lo difícil que es encontrar un tema, darle ritmo al artículo, de lo complicado que es poner el título, del desafío que existe al enfrentarse a la hoja en blanco y del orgullo que se siente al poner el punto final luego de haber sufrido tanto.
Hablamos también libros y películas. Y nos recomendamos de series y nos contamos recuerdos. En paz, sin interrupciones, las conversaciones saltaban de un tema a otro. Y nos encontramos los dos en la carretera.
Y descubrí que mi Pa no es tan perfecto como pensé, porque no le gusta parar en el camino para comprar algo. Y él descubrió que su hija no ha madurado y eso lo decepcionó porque con un pequeño puchero y una sonrisa sutil logré que aplaste el freno y baje la ventana para comprar unos deliciosos panes de yuca.
Y así seguimos el viaje hasta que llegamos. Y en la noche le invité a Tonchigüe a comer corviches y pescado frito. Y mi Pa comió feliz. Y sin reclamarme, comió en el parque con cubiertos remojados en agua “reciclada”. Lo que sí no me aceptó fue desayunar encebollado, así que me tocó ceder a un desayuno clásico americano.
Mientras yo trabajaba, él leía. En la tarde, juntos caminamos por la playa tomados de las manos y nos metimos al mar, hasta que un agua mala nos picó.
En la noche, el mismo plan: pescado frito con corviche, y un par de empanadas de verde. Y a dormir temprano.
A la mañana siguiente, me fue a ver todo apurado: “¿Ya estás lista, Tinita? Vamos, que nos hacemos tarde”. Eran las 6:00. El plan era desayunar en el camino. Puse el despertador a las 5:45 y cuando mi papá golpeó la puerta, ya estaba lista.
Agarró mi mochila y la puso en el auto. Alistó su playlist y comenzamos el viaje. Le agradecí por haberme acompañado. Antes de entrar a la carretera, me di cuenta de que me había olvidado el celular.
“Tinita, eres muy despistada. Tienes que tener más cuidado y saber dónde dejas las cosas”. Por momentos, él seguía siendo mi papá y yo su hija.
Y al regreso él solito frenó para comprar guabas, agua de coco, fruta y cocadas.