Una Habitación Propia
¿De verdad se querían nuestros abuelos?
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
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Leo un tuit:
“De aquí a cincuenta años va a nacer una generación que va a tener la mayoría de abuelos divorciados. Imagina crecer sin escuchar historias de amor y lo mucho que se siguen queriendo tras cincuenta años”.
Muchos tuiteros responden con nostalgia, con pesadumbre, con historias personales de abuelos supuestamente enamoradísimos hasta el último día, pero otros, en cambio, hablan de esos matrimonios larguísimos como verdaderas prisiones para gente que en el mejor de los casos es indiferente a su pareja y, en el peor, la odian.
Me resulta difícil no pensar en mis abuelos, los de parte de padre y los de parte de madre. No voy a ahondar en sus historias de amor o desamor, pero lo que sí diré es que en ninguna de esas dos parejas de las que vengo conocí ese amor mitificado del que tanto hablan.
De hecho, odio mucho las películas (especialmente 'El Diario de Noa', guácala) que venden el verdadero amor como que dura décadas y que termina con uno de los dos muriendo en brazos del otro.
Yo he amado y he sido amada, pero no moriré en brazos de esa persona ni él en los míos. ¿Eso desacredita el amor que nos tuvimos? ¿Lo vuelve incompleto, falso, fracasado?
Creo que fue García Márquez el que escribió que el amor es eterno mientras dura.
Vuelvo a los abuelos: de todos ustedes, ¿quiénes creen que el matrimonio de sus abuelos fue o es digno de convertirse en tarjeta Hallmark?
Puede que esté rodeada de gente o muy cínica o con muy mala suerte, pero, salvo contadas excepciones, creo que ninguno de mis amigos podría asegurar que sus abuelos se quisieron hasta el último día.
No se divorciaban, eso sí que es verdad.
¿No divorciarse es sinónimo de felicidad conyugal eterna? Vamos a revisar esa idea.
Probablemente, hasta la generación de las madres de las que tenemos más de cuarenta años, el divorcio era una cosa impensable.
Estaba el tema de que la palabra divorciada se pronunciaba como un escupitajo, de que a las divorciadas y los divorciados se les niega (se-les-nie-ga) hasta el día de hoy la eucaristía, de que todo el entorno familiar insistía en dar oportunidades, tres, diez, seiscientas, a la persona que había fallado a sus votos matrimoniales, de que la idea de mejor mal acompañada que sola era la cantinela que escuchaban todas las mujeres.
Y, póngale mayúsculas y subraye, está el temita de la plata.
Las mujeres de la generación de mi mamá, la que ahora va camino a los ochenta años, no tenía el acceso a la universidad que tuvimos nosotras y que tienen nuestras hijas o sobrinas. Para ellas tener un título era una odisea que implicaba grandísimas renuncias y que, según el hombre que te había tocado tener al lado, se podía convertir en un sueño de papel mojado en cinco minutos.
¿Para qué vas a estudiar? ¿Quién sabe qué querrás buscar allá en la universidad? ¿Y a qué hora te vas a dedicar a tus labores? ¿No te es suficiente con tus hijos y tu marido? ¿Qué vas a hacer con un título universitario?
Algunas, poquitas, estudiaron cuando sus hijos ya eran mayores. Otras, las más, se guardaron el sueño profesional en el cajón junto al vaporub.
Además, como los matrimonios arrancaban tan pronto y las maternidades enseguidita, tener experiencia laboral en esa generación era una utopía: renunciar al “privilegio” de no tener que trabajar fuera del hogar (porque dentro trabajaban salvajemente) estaba muy mal visto.
Con este panorama, ¿qué le quedaba a nuestras abuelas y a nuestras madres? Aguantarse, aguantarse, aguantarse.
También a ellos, ojo, no digo que no, pero siempre me ha parecido que los hombres, que trabajaban, que tenían título universitario o que no tenían que cargar con el escupitajo de “divorciado”, se les hacía más fácil decir “hasta aquí hemos llegado, me enamoré de otra, ya no te soporto”, etcétera.
Ser hombre te da más posibilidades de buscar la vida que quieres.
Por eso me molesta tanto la romantización de la vida sentimental de nuestros abuelos y abuelas, porque puede que algunos sí se idolatraran, pero muchos y muchas se hubieran asesinado con un cuchillo de mantequilla.
Quizás saberlo nos permita entender que el divorcio no es un fracaso de esta generación, el colapso de la idea del amor romántico, sino, quizás, el gran regalo de un montón de pioneros y pioneras a quienes vinimos después.
Amar es imposible sin libertad y ellas, nuestras abuelas, no la tenían.