De la Vida Real
La tormenta política se calma, pero la crueldad arrecia
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Mientras el país se hunde en un caos político y se sumerge en la delincuencia, la vida diaria sigue. Y también la crueldad.
Vivo en un pueblo grande donde hay varias opciones para comprar cosas. Si no me cae bien la señora de la tienda de abajo, voy a la de arriba donde me dan hasta yapa.
Si en una farmacia la atención es mala, voy a la de enfrente, en donde me saludan por mi nombre. Hay dos supermercados chiquitos. En uno son antipáticos todos. En el otro hasta tengo mis fans.
Amo vivir en mi pueblo. Paso saludando a doña Carmita, la panadera, aunque no le compre pan. Soy amiguísima del carnicero, don Jorge, quien me escribe todos los martes para decirme que ha llegado pollo fresco y carne recién faenada.
La señora Glorita vende humitas, tamales y quimbolitos y me fía, porque no acepta transferencias y entiende que algún rato al apuro le pago en efectivo.
La veci que vende frutas y verduras sabe exactamente lo que necesito y me escribe un WhatsApp temprano los jueves:
-Mi señito Valentina, no hay peras verdes, pero vea, aquí están listas sus 25 claudias, las dos papayas, la sandía, los zapotes y las papas chauchas.
Solo pido que le agregue doce tomates y cinco cebollas. Debo reconocer que no encuentro la manera de decirle que no me venda esa papa, porque La Yoli, mi ángel de la guarda, se queja siempre:
-Usted que me trae esta tontera.
La verdad es que solo distingo una que una es grande y roja, y otra que es chiquita y amarilla, pero de ahí papa es papa, ¿no?
Salir a comprar por mi vecindario es un programón. Además, ya todos conocen a mis hijos y, cuando me da pereza bajarme del auto, mando a los guaguas, y todos los tratan con cariño.
La señora de la tienda les regala monedas de chocolate y los caramelos que se pegan a los dientes, las claritas. Mis hijos le adoran a la 'Seño' y le saludan: "Buenas tardes, Veci".
Acostumbrada a este trato, cuando me toca ir a comprar fuera del barrio, espero que la atención sea igual. Pero la realidad es que la gente es grosera, tosca y antipática.
Odian vender -se nota que les cae pésimo trabajar-. Pero como no les voy a volver a ver, compro, pago, me despido y salgo.
Ayer fui a dejar una encomienda grande de sábanas y toallas para el hotel de mi abuela en Tonchigüe. Tenía que mandarla por bus o, como dicen aquí, por flota.
Cargué tres bultos gigantes que previamente fueron embalados con una seguridad extrema, como siempre los he mandado. Gasté un rollo entero de cinta de embalaje en cada costal y pegué las guías impresas.
Llegué, y el señor me trató como si fuera una completa ignorante.
-Tiene que traer abiertos los paquetes para revisarlos.
-Señor, ¿me presta un estilete para cortar la cinta y abrir los costales, por favor?
-Lea el cartel, señora. Ahí dice que debe traerlos abiertos.
-Sí, pero no lo sabía. Dice que es una nueva disposición.
-Ahí está escrito. El resto es su problema, pero cerrados no los recibo.
-Señor, ¿puede ayudarme con una tijera, por favor?
-Vaya y compre la tijera. ¿No ve que esto no es una papelería?
-Señor, ahí al fondo veo un estilete. ¿Me lo puede prestar?
-No, no le puedo prestar. Apúrese, retírese de ahí que debo atender. (No había nadie más que yo en la fila.)
Sentí tanta indignación. Se burlaba de mí con su compañero de al lado. Le decía:
-Creen que es cosa de venir a mandar nomás. Que vaya y haga ejercicio.
-Perdón, ¿qué dijo?
-Aquí con el compañero hablando -Me respondió sin siquiera mirarme-.
Un señor que estaba comprando unos pasajes me ayudó en todo (me prestó su esfero y me dio un papel), porque ni una hoja me quisieron dar para hacer las guías.
Me sentí tan humillada y maltratada. No supe cómo reaccionar. Quería gritarle, pero no me atreví.
Estoy pagando por un servicio que necesito. No es justo que me maltraten.
-Señor, no tiene que ser el rey de la simpatía, pero no tiene derecho a tratar mal a nadie -Le dije, pero sentí ese dolorcito en la garganta, señal infalible de que el llanto se aproximaba.
Y no quería darle el gusto de que me viera llorar. Pagué desconcertada y salí indignada.
Mientras manejaba, pensaba en todo lo que le tenía que haber dicho a ese imbécil. Tuve tantas ganas de regresar y darle mi repertorio mental. Lo que más necesitamos en estos días es respeto y empatía.