El Chef de la Política
Título universitario como requisito para inscripción de candidaturas
Politólogo, investigador de FLACSO Ecuador, analista político y Director de la Asociación Ecuatoriana de Ciencia Política (Aecip).
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La construcción de la política viene por dos vertientes claramente diferenciadas, aunque vinculadas en cuanto su simbiosis produce mejores o peores resultados para la vida pública.
De un lado, está la virtud para administrar los recursos de la ciudadanía con pulcritud y transparencia. De otro lado, están las capacidades y destrezas para tomar las decisiones que vayan en beneficio de las mayorías.
Así, cuando virtud y capacidades se juntan en una misma persona, las políticas públicas suelen ser de mayor calidad y la convivencia ciudadana más armónica y pacífica. Ese tipo de actores políticos, los que poseen ambos atributos, son aquellos a los que se ha dado por identificar como profesionales de la política.
Por tanto, a medida que los políticos son más profesionales, las decisiones que asumen afectan positivamente a sectores más amplios de la sociedad, en especial a los que provienen de los estratos económica y socialmente más deprimidos.
Hasta ese punto las discrepancias no suelen ser mayores. Sin embargo, las disputas aparecen cuando se intenta establecer el camino para conseguir que este tipo de personas se dediquen a la vida pública de forma permanente, como profesionales de la política.
Allí una salida, frecuentemente escuchada, pero poco debatida, es la imposición de determinados requisitos para acceder a las candidaturas a cargos de elección popular.
El argumento que sostiene lo dicho es que, si la persona acredita conocimientos formales, eso provocaría cierta certidumbre de que el eventualmente electo tendrá mayor criterio para tomar decisiones de interés público.
Un argumento subsidiario al ya mencionado es que, si para espacios laborales de menor compromiso e incidencia social se solicitan una serie de requisitos a los postulantes, con mayor razón se debería exigir lo mismo a quienes desean administrar los recursos del Estado.
Aunque a primera vista la elaboración previa resulta coherente, hay algunas consideraciones que se deben tomar en cuenta. Por un lado, la honestidad para el manejo de lo público no se consigue con títulos universitarios.
La formación académica opera sobre el estudiante para otorgarle un conjunto de herramientas teóricas y metodológicas para que sea más competente en lo que va a realizar a futuro. Ese es su rol en un tejido social.
La honestidad para el manejo de lo público no se consigue con títulos universitarios.
Cualquier intento de atribuir al estudio superior, universitario o tecnológico, una formación en valores éticos es estéril, simple y llanamente porque esa no es su función. Los núcleos más íntimos de socialización de las personas son los que se encargan de esa tarea. La familia, los amigos, el trabajo y desde luego la religión son algunos de los más trascendentales.
Por otro lado, aunque para el conjunto de destrezas y conocimientos necesarios para la administración del Estado podría afectar la presencia de estudios superiores, el problema de proponer esa enmienda es que ataca de forma letal a la noción básica de la democracia representativa liberal.
En efecto, con el fin de la Edad Media, las prebendas de la Iglesia, la Monarquía y de ciertos grupos cercanos a unos y otros, como eran los ilustrados de la época, se restringieron de forma tal que una suerte de igualdad cundió en lo que conocemos como Modernidad.
Así, con la Revolución Francesa, una máxima que se desparramó por el mundo occidental fue que todos tenían derecho al voto y que ese sufragio valía por igual. Una persona, un voto.
El voto del pobre vale lo mismo que el del rico. El voto del profesional no es distinto al del artesano. El voto del citadino no guarda diferencia con el de quien habita las zonas rurales. Por tanto, todos los ciudadanos, bajo limitaciones básicas, podemos elegir y ser elegidos. Así son las reglas de la democracia.
Como consecuencia de lo dicho, si imponemos requisitos como la titulación universitaria, evidentemente no todos podrán ser elegidos para gobernar y, de alguna forma, volveríamos a una sociedad en la que los más ilustrados gobiernan mientras que el resto de la población se limita a votar.
Ese esquema, a la luz de lo planteado, no sería sino otra forma de volver a tiempos superados y echar por la borda los cimientos del régimen democrático.
Todos los ciudadanos, bajo limitaciones básicas, podemos elegir y ser elegidos. Así son las reglas de la democracia.
Sin embargo, lo dicho no implica decir que la política no deba estar en manos de virtuosos y conocedores de la conducción del aparato estatal. Simplemente, se plantea que las capacidades para el ejercicio de la política no se las adquiere en las universidades, sino en la hechura diaria de la política.
Allí, empezando por los cargos menos importantes, se aprende a ser político y a vivir para la política. Para ello, quienes forman a esas personas son las estructuras destinadas socialmente a cumplir con ese objetivo y que, modernamente, se llaman partidos políticos.
En esos espacios el político se hace, crece y en un momento dado está listo para asumir cargos de representación popular. No se trata, por tanto, de exigir titulaciones ni cursos de capacitación. Se trata de propiciar estructuras partidistas que ofrezcan mejores personas para el desempeño de la función pública.
Por ello, dicho sea de paso, cuando su candidato le diga que no es político, dude mucho en si vale la pena darle el voto. Sería como confiar en un arquitecto para que conduzca un avión. Nadie aceptaría tomar ese vuelo, seguramente. ¿Por qué entonces corremos ese riesgo al entregar nuestro futuro a quien no conoce cómo administrar nuestros recursos?