De la Vida Real
La Tía, tan bella, tan elegante, se fue a vivir en el silencio
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Cuando nací ella estaba. Ha estado siempre en mi vida. Para nosotros ha sido La Tía, así con mayúsculas. Como si el nombre propio fuera La y el apellido Tía.
Para sus nietos era La Abuela, igual con mayúscula. Cada vez que la llamaban La Abuela me sonaba como un bloque duro que caía. Porque a mi abuela le decíamos abuelita, así, en diminutivo.
La Tía para nosotros o La Abuela para sus nietos, era una mujer encantadora. Aparte de encantadora, era culta, hablaba de los libros que estaba leyendo, sabía de política, de historia y geografía.
Oírla era un deleite, tenía el tono de voz muy alto, podría decir que era gritona, pero no me molestaba, porque La Tía no era escandalosa, era una mujer franca sin dejar de ser cauta.
La Tía siempre estaba, y estaba siempre arreglada, elegante. Cuando yo era niña pensaba cómo algo tan simple le podía quedar tan hermoso a alguien.
Me acuerdo que se ponía medias de nylon con faldas de un solo color, unas blusas de seda estampadas y sacos abiertos con botones a un lado y ojales al otro.
A ella todo le quedaba bien. Se le veía siempre distinguida, erguida, imponente, como si fuera la actriz principal de una película inglesa.
Era alta y flaca, pero no flaquísima. Me doy cuenta de que sé cada detalle de su cara. Se pintaba el pelo de un tono castaño claro; no me acuerdo del color de sus ojos, pero sí de la forma: eran almendrados; tenía una nariz que no era del todo respingada, pero que de alguna manera marcaba su personalidad. Una boca grande, tan grande como su sonrisa, en la que se podían ver sus dientes blancos y perfectamente alineados.
Yo la quería entrañablemente, sin saber exactamente por qué la quería tanto. Nunca tuvimos un vínculo muy estrecho, pero me encantaba que ella estuviera visitando a mi abuela cuando yo llegaba del colegio, primero, y después de la universidad.
Me ponía feliz y nos sentábamos en el sillón de la sala a conversar. A La Tía le gustaba contar cosas y lo hacía con una gracia personalísima. También me oía, y eso me hacía sentir importante.
La tarde en que murió mi abuela La Tía también estuvo, porque ella siempre estaba cuando pasaba algo en la familia.
Esa tarde bajé a visitar a mi abuela, como todas las tardes, y La Tía estaba y yo me puse feliz de verla. Nos sentamos en el cuarto de mi abuela a conversar, porque siempre conversar con ella era una delicia.
Mi abuela me dijo:
-Chiquita, cuéntale a La Tía que te vas a casar.
Y le empecé a contar y La Tía comenzó a preguntarme sobre mi novio. De repente, mi abuela dio su último suspiro y de su ojo izquierdo salió una lágrima.
La Tía, con sabiduría, con prudencia y calma, me dijo:
-Valentina, llama por favor a tu papá y a tus tíos para decirles que tu abuela se nos ha ido.
Me besó la mano, se limpió las lágrimas y salimos juntas del cuarto.
-Era como mi hermana -dijo.
Sí: La Tía siempre estuvo, y yo amaba que siempre estuviera. Fue la primera persona que me fue a visitar cuando di a luz a mi primer hijo. En sus manos tenía un regalo chiquito, se notaba que no era algo para el bebé.
Me lo entregó y me dijo:
-Al guagua le van a regalar muchas cosas, pero a ti no.
Abrí el paquete y era un perfume de té verde con limón. Sí, de té verde con limón, porque así era La Tía, moderna dentro de lo clásico, fresca pese a sus años y dulce a pesar de las cosas imprevistas y dolorosas que tuvo que enfrentar.
Cada vez que me ponía ese perfume me acordaba de La Tía. Se acabó todo el contenido hace tiempo, pero guardo el frasco como si fuera un tesoro, con la remota esperanza de volverme a comprar, alguna vez, uno igual.
La Tía, que era la esposa del hermano de mi abuela, tenía las manos grandes, tan grandes que me encantaba contemplar con la elegancia que las movía al hablar y con las uñas siempre perfectamente pintadas de rojo.
Usaba collar de perlas blancas. A las otras señoras que usan collar de perlas se las ve viejas y anticuadas, a La Tía se la veía elegante y distinguida. Ella tenía magia, tenía encanto.
A La Tía la vida se la ha llevado a vivir en el olvido, se la llevó a vivir en el silencio. La vida se la llevó a vivir en ese reducto impenetrable, donde ahora vive.