Una Habitación Propia
Qué suerte que no saliste en la foto
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
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Hace poco circuló una foto de un grupo de servidores públicos de diferentes instituciones presuntamente involucrados en robo y corrupción.
Los conozco a todos.
Ya tenemos esa edad en la que quienes toman decisiones políticas o empresariales, dan ruedas de prensa y ostentan cargos importantes eran aquellos chicos que iban al colegio con nosotras o con nuestros hermanos y primos. Esos que en las fotos, las otras fotos, las de hace treinta años, salen sudorosos, con su acné y sus fierros poniéndole cachos al que está adelante.
Chicos que metían palabras mangajas en las canciones de misa, que escupían en el sánduche del compañero o que se escapaban a la hora de gimnasia para ir a tirar huevos al colegio de las chicas.
Fue muy impactante ver la cara de los chicos de ayer, ya hombres, en esas fotos. Se los señala por robar millones de dólares a este país tan impresionantemente jodido, a este país al que cantábamos todos los lunes, mano en el pecho, en el minuto cívico.
A este país, digo, que aprendimos a querer haciendo voluntariado y yendo a convivencias donde nos enseñaban a amarnos los unos a los otros.
¿En qué momento se convirtieron esos muchachos en los pillos de siempre?
Soy una cursi.
Siempre pensé que trabajar en el sector público era una oportunidad de desmantelar la larguísima desigualdad social que nos convierte en una sociedad monstruosa en la que unos pueden comer salmón de Alaska mientras otros rebuscan en la basura por un pedazo de pan viejo.
En la que unos pueden mandar a sus hijos a estudiar a las mejores universidades del mundo mientras otros rezan para que no se los maten antes de los dieciocho.
Parece que a esos chicos con los que compartí adolescencia no les importa nada que las cosas cambien, que la gente tenga acceso a mejores servicios, que la educación pública sea de calidad, que las calles sean más seguras, que el dinero del Estado vaya a quienes más lo necesitan.
Parece que, como siempre, lo que les importa es poder comprar un departamento en Miami y sacar de este paisito lo antes posible esos millones que les pertenecen en verdad a los que trabajan por este paisito.
Ya no son esos adolescentes que se sonrojaban cuando una chica bonita les sonreía. Ya no son esos muchachos que soñaban con tocar en una banda de rock. Ya no son, ni remotamente, los chicos de los que nos enamoramos.
Son otros, pero se han convertido en los de siempre.
Es de verdad repugnante pensar que aquellos con los que crecimos son ahora ladrones de guayabera, la especie más pútrida de guayaquileño: el que se hace rico a costa de los pobres.
Sé que si es verdad lo que se dice de ellos no habrá justicia, no pagarán sus delitos, pero sé también que en alguna parte de esos cerebros aún deben quedar las palabras del Nuevo Testamento que tanto nos repitieron en las convivencias y en las misas.
Así que ojalá alguna noche, en medio de sus sueños de Rolex y BMW, suene como un trueno la voz de Dios y los aterrorice:
“En verdad os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos hermanos míos, aún a los más pequeños, a mí lo hicisteis. Entonces dirá también a los de su izquierda: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno que ha sido preparado para el diablo y sus ángeles”.