Punto de fuga
Somos legión
Periodista desde 1994, especializada en ciudad, cultura y arte. Columnista de opinión desde 2007. Tiene una maestría en Historia por la Universidad Andina Simón Bolívar. Autora y editora de libros.
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Siempre he sido gorda de corazón (y ahora un poquito de cuerpo también). Y fui feliz comiéndome y tomándomelo todo. Digo fui, porque de unos años para acá ya no lo soy, o no impunemente al menos, y temo que nunca volveré a serlo. O quizás a cuentagotas, por instantes, cuando mis múltiples males recién estrenados me lo permitan.
Entre los achaques más tremendos que me aquejan está este conocido comúnmente como edad y científicamente como la PV. No soy la única víctima, pues miro a mi alrededor y mis contemporáneos —que a mí me parecen todavía jóvenes— empiezan a padecerlo también; con las consiguientes servidumbres que suelen imponer los males del cuerpo. Entre los más feroces: las dietas por salud; también hay quienes las hacen por vanidad, pero son los menos.
El caso es que somos legión, y estamos por todos lados… arrinconados, sufriendo y salivando por no poder comernos ese pancito, ese tocino, ese chocolate, ese plátano, o tomarnos esa cerveza, esa leche helada, ese campari (con jugo de naranja recién exprimida).
Hace poco el escritor mexicano Juan Pablo Villalobos publicó este tuit: “Llevo 3 meses sin azúcar y es muy interesante cómo se va reconfigurando el gusto, cómo se aprecian otros sabores, matices y texturas, cómo el cuerpo se acostumbra a la ausencia de ciertos estímulos. Vaya, que soy infeliz”.
Fue un hit instantáneo. De los entre 20 y 300 likes que normalmente cosecha con sus ocurrencias, pasó a 45.000 likes, 2.7 millones de vistas, y cientos de respuestas de legionarios de la dieta por salud que, como él, saben de qué infelicidad está hablando.
No poder comer y/o tomar lo que uno quiera, como uno quiera y cuando uno quiera es quizá el castigo reservado por los dioses para quienes ya tenemos cierto kilometraje que certifica que hemos vivido. Para mí, son contadas las experiencias sensoriales que merezcan tanto la pena como comer bien (según dicta mi paladar, claro; que no a todos les gusta unos sesos a la mantequilla negra).
Por eso nunca, nunca, nunca podré comprender o estar en la piel (el paladar, para ser absolutamente precisa) de quienes no aman comer. Esa gente que se conforma con un soylent (práctica aborrecible y gringa donde las haya) o que como Javier Milei preferirían no comer, porque comer es una pérdida de tiempo; esto último lo contó Maxi Guerra en su Dietario Disperso.
Quienes somos de carne y hueso, por el contrario, nos sentimos un poco exiliados de la vida por no poder comer y/o beber a nuestras anchas. Por suerte aún nos queda un último recurso: las pastillas.
Lactaid para consumir lácteos sin que la panza quede hecha un globo; lipitor para echarle el diente alguna vez a una costilla sin que el colesterol vaya a parar al lado de la Estación Espacial Internacional; omeprazol para comer medianamente tranquilos sin tener la sensación de que se nos perfora la boca del estómago; ozempic para frenar a raya al azúcar (que es como las celebridades llaman ahora al sobrepeso); prinivil para para mantener la presión alta lo más baja posible... Ustedes ayuden a completar el vademécum.
Eso nomás era: que somos legión, que estamos tristes, que tenemos el ceño fruncido y las ganas atrasadas. ¿Cuándo asoman para un asado?