Punto de fuga
La soledad de las mujeres vs. el espíritu de cuerpo
Periodista desde 1994, especializada en ciudad, cultura y arte. Columnista de opinión desde 2007. Tiene una maestría en Historia por la Universidad Andina Simón Bolívar. Autora y editora de libros.
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Si fuese una película hollywoodense, comenzaría con dos cifras escritas sobre fondo negro y silencio sepulcral: 108 femicidios entre enero y mayo de 2024; 2.523, en los últimos 10 años (2014-2024). Números y letras desaparecerían, la pantalla continuaría en negro y únicamente se escucharía durante aproximadamente 14 segundos la voz de Luis Ati, llorando a gritos: “¡¿Quiénes nos están defendiendo, si ellos nos están matando a nuestras hijas?! Que se haga justicia, pido al pueblo del Ecuador; a las mujeres del Ecuador y del mundo. Hoy ha fallecido mi hija, mañana puede ser una de sus hijas”. Sería una película de terror. Pero no es una película, es una historia verdadera de terror, vergüenza e infamia.
El asesinato de Aidita Pamela Ati ha sido una de las noticias más desoladoras de los últimos meses. Dos condiciones humanas opuestas quizás expliquen la recurrencia del femicidio, un fenómeno social horrendo que nos hace una peor sociedad, compuesta por seres que no deberían considerarse humanos.
Por un lado está la soledad, que es un sentimiento relacionado, conceptualmente, a una sola persona o a muy pocas, en relación con el resto. Incomprensiblemente, solo en el caso de las mujeres ese sentimiento es también una condición cuasi legal que nos ha sido impuesta —no en la ley sino en los hechos—, pese a que somos casi la mitad de la población mundial; y en Ecuador, incluso un poco más de la mitad.
No estoy hablando de una soledad figurada, sino del abandono y quemeimportismo concretos con los que normalmente la sociedad ecuatoriana trata los problemas que abruman a las mujeres: la violencia sexual, una política inexistente para abordar la salud reproductiva, los femicidios, por mencionar los tres más acuciantes.
Somos legión y estamos solas. Y digo solas porque aunque en los papeles el Estado nos protege y acompaña, basta con escuchar las noticias, conversar con la gente o mirar alrededor para constatar que no es así.
Además de esa soledad lacerante que nos han impuesto, las mujeres tenemos que enfrentarnos una y otra vez (en modo Sísifo) a uno de los comportamientos colectivos más poderosos —y en algunos casos aberrantes: el espíritu de cuerpo. Este espíritu colectivo potentísimo sería (según mi escuálida teoría) la némesis de nuestra soledad. Y la segunda parte de la ecuación del terror.
Esta “cohesión grupal” propia de los contextos de guerra (de acuerdo con el término acuñado por Adrant Du Picq en el siglo XIX y que aludía a la lealtad, la disciplina, el honor y el sentido de pertenencia necesarios para llevar a cabo colectivamente, y con éxito, una tarea difícil) se pone en práctica de su forma más retorcida con tanta frecuencia que, al parecer, el espíritu de cuerpo ha reemplazado a cualquier otro código de ética, decencia o humanidad posible.
Los dos casos recientes más obvios de esta lucha desigual son los de María Belén Bernal y Aidita Pamela Ati; ambas, asesinadas en recintos pertenecientes a las instituciones que detentan el monopolio de la fuerza a nombre del Estado. En los dos casos, el espíritu de cuerpo se materializó en encubrimiento y traición a la fe pública. Quienes deberían cuidarnos, nos matan. Y luego se cubren las espaldas entre ellos para tratar de salir impunes.
Un caso menos evidente, pero quizás más significativo fue el de las estudiantes de un colegio privado de Guayaquil violadas por sus compañeros en el paseo de fin de curso a inicios de este año. ¿Cuántos padres/madres de familia no dijeron nada, se hicieron sordos, ciegos y mudos para evitar la exposición y la vergüenza? Seguramente la mayoría, con excepción de los padres de las chicas violadas. Porque esta vez les tocó a sus hijas. Porque como dice Luis Ati: “mañana puede ser una de sus hijas” o hermanas, o esposas, o madres, o amigas, o tú misma, agrego yo.
Y este ejemplo es más alarmante porque muestra que ese espíritu de cuerpo —en este caso, de clase social— está ampliamente difundido y asimilado, listo para activarse en cualquier lado, y servir a las causas más viles, como dejar en la soledad más absoluta a las víctimas de violación para precautelar el buen nombre, el apellido, de un par de “familias de bien” (que han criado delincuentes).
Si estuviéramos en Hollywood, podríamos hacer una película de acción y suspenso, titulada ‘La atroz soledad de las mujeres vs. el insultante espíritu de cuerpo’. Y en esa película, las mujeres, sin importar si nadie más las ayuda, ellas solas, acabarían —a palos si no hay de otra— con ese espíritu de cuerpo ruin que lo pudre todo. Larga vida a las mujeres. Muerte al espíritu de cuerpo.