De la Vida Real
El silencio ruidoso de la cuarentena
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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En esta cuarentena mi sentido de tiempo y espacio se ha desarrollado de una forma increíble. Juraba que yo carecía de estos atributos. Pero, como por arte de magia, ahora se han sincronizado con los sonidos a mi alrededor, a tal punto que me di cuenta de que no estoy usando reloj.
Como tengo que lavar platos cada diez minutos, decidí sacármelo, junto al anillo de matrimonio y mis mil manillas multicolores. Así que me puse a pensar cómo funciono tan bien y tan cronométricamente. Además, en medio de mi despiste, es realmente sorprendente que, hasta ahora, no me haya confundido de días.
Me despierto a eso de las 06:30 y no por el canto del gallo, sino por el señor del gas, que pasa todos los días, excepto los fines de semana. “El gas, el gas, el gas a domicilio, el gas, el gas”. Entonces, empiezo a abrir los ojos. Así no tenga que comprar gas, solo pienso en el lío que fuera salir con el cilindro.
Levantarme de la cama, abrir la puerta de madera, abrir la puerta de rejas, sacar el cilindro, abrir la puerta de la calle… Chuta, se pasó el gas. Solo de pensar cómo harán las personas necesitadas de gas ya me da angustia. Entonces me despierto de una.
Sé que son las 08:00 cuando estoy haciendo el desayuno, porque a esa hora pasa el camión de la basura. Lunes, miércoles y viernes, pasa el recolector que sube por la calle principal. Martes, jueves y sábado, el que baja.
Esto logré entenderlo porque el que sube pone a todo volumen música alegre, como Carlos Vives, Fonseca, Fanny Lú y también Juan Luis Guerra. El que baja prefiere música estilo sufridora, de esa que te desgarra el alma. A un volumen más bajo se oyen Myriam Hernández, Julio Jaramillo y Luis Miguel.
Son las 10:00 de la mañana, y la alarma suena. Es la que indica que todo va bien con el volcán Cotopaxi, y mis hijos decidieron que es el timbre del primer recreo de la escuela en casa. Entonces el receso comienza, pese a mis exigencias de que primero terminen el deber. Ellos salen como lava en erupción al jardín.
Son las 12:00 y las campanas de la Iglesia suenan 12 veces. Esos campanazos me dan la señal que el medio día ha llegado. Medio almuerzo hecho, medios deberes de los guaguas entregados. Media casa arreglada. Todo está a medias.
Sé que no soy la única que está en la mitad de todo. Se callan las campanas, y se oye el grito de la vecina, a la que jamás la hemos visto, porque nos divide un muro de unos tres metros, que le dice a su marido: “Ricardo, termina de barrer breve. ¿No ves que ya dejé parando las ollas?” Luego de ese grito, asoman de a poco mis hijos: “Má, tengo hambre”, “Má ¿ya está el almuerzo?”, “Má ¿cuánto falta para almorzar?”
Son las 15:00 y eso lo sé porque vuelve a sonar la alarma del Cotopaxi y, con ella, pasa un patrullero con una sirena intermitente. Me imagino que busca a todo desobediente que no acata el toque de queda, y para los que estamos en casa es el comienzo de la tarde, una tarde que se vuelve eterna, esperando que llegue la noche.
Y sí, llegan las 19:00, y es hora de preparar la cena, de alistarse para dormir, contarles un cuento y saber que por fin vamos a descansar. Y en eso llegan las 22:00.
De verdad es algo impresionante la puntualidad de mi vecino guitarrista. No tengo idea qué hace todo el día. El muy desconsiderado sale a su terraza a tocar guitarra eléctrica. Creo que es aprendiz y sigue clases en vivo, porque de verdad toca horrible, pero él se cree Santana. Es un ruido estridente. Su concierto dura exactamente una hora y media. Los fines de semana descansa.
Sé que llega el fin de semana, no porque algo cambió. Aunque muy tenuemente me he dado cuenta que las campanas de la iglesia suenan a las 07:00, y el camión del gas no pasa sino hasta las 09:00. Todas estas señales son opacadas por el ruido que hace la máquina de cortar el césped de mi papá.
Desde que entramos en cuarentena, le ha dado una obsesión por ser jardinero y su máquina de cortar debe estar dañada. Hace un ruido absolutamente estruendoso. Este tormento dura hasta las 09:30, cuando se oye la voz de mi mamá. “Paquito, ya está el desayuno”. Toda la vecindad debe jurar que mi papá se llama Paco y deben saber que los fines de semana mi mamá a las 09:30 le llama a desayunar.