Una Habitación Propia
Saquen sus rosarios de nuestros ovarios
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
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No sé ustedes, pero cuando yo pienso en los anti-derechos, perdón, los pro-vida pienso en un grupo de señoras privilegiadas, vestidas de blanco, con gafas de marca o en curas, hombres que no tienen hijos que explican a los otros cómo deben criar a los suyos.
Es muy posible que existan muchos anti-derechos, perdón, pro-vida, que no caigan en ese estereotipo como tampoco las feministas cumplimos con los que ellos tienen de nosotras: seres abyectos, grotescos, asesinos y furiosos.
El Código Orgánico de Salud (COS) nos ha subido a unos y a otras al ring del absurdo nuevamente.
Los anti-derechos, perdón, pro-vida, acalorados de rabia, rosario en mano, reclaman que la Asamblea quiere que este paisito se convierta en una nueva Sodoma y Gomorra con niños y niñas cambiando de sexo durante el recreo, mujeres abortando cada semana mientras se hacen la manicure, ceremonias feministas de sacrificio de nonatos para grandeza de nuestra santa madre diabla.
Ecuador en su máximo esplendor: nadie ha leído el COS, pero todos tienen una opinión sobre él. La de los anti-derechos, perdón, pro-vida es la más, ay, esperpéntica.
Que va en contra de la voluntad de dios, dicen, que busca el asesinato de almitas inocentes, claman, que nos condenará al infierno, gritan con los brazos abiertos al cielo como predicador de La Bahía.
En verdad, el COS pretende garantizar, entre otros derechos humanos, que si una mujer ha sufrido un aborto espontáneo reciba la atención rápida y adecuada para que no se desangre. No puedo hablar por las señoras vestidas de blanco, pero yo sí quisiera que la ley me asegurara eso: que no me voy a morir como un perro porque al señor médico se le ocurrió tener objeción de conciencia.
Hágame el legrado, doctor, sálveme la vida y luego, si quiere, vaya a rezar al dios en el que cree: Alá, Ganesha o Jesús.
Probablemente a ellas, las señoras de blanco, no les importe mucho que esto esté en la ley porque a ellas siempre las atienden los médicos. El increíble seguro médico de tener harta plata les cubre eso y también los abortos que practican los ginecólogos de confianza a las niñas que han metido la pata.
Ellas, ninguna de ellas, ha pisado jamás el Seguro Social.
El debate del COS no tiene tanto que ver con la protección de seres inocentes como con la vieja pretensión de la burguesía ecuatoriana: regular las vidas de los pobres por medio de la religión.
El temor de dios, es decir, la ciega reverencia a ese dios caprichoso, machista y anticuado al que no le gustan los anticonceptivos, ha conseguido que los pobres se llenen de hijos que, mira tú por dónde, luego serán empleados y empleadas neo esclavizados de los hijos e hijas de esa misma burguesía.
Y el mundo sigue girando para ese diez por ciento que lo tiene todo y ese noventa que se dedica a servirlos.
Jesús, el de los Evangelios, los llamaría sepulcros blanqueados.
Es difícil no despertar suspicacias.
Ecuador, la última vez que miré, era laico y ninguno de los “razonamientos” de los pro-vida, perdón, anti-derechos, tiene absolutamente nada que ver con el laicismo y sí mucho con el oscurantismo teocrático que nos impusieron las élites desde que somos país.
Es hasta ridículo. El Código Orgánico de Salud de un país laico en pleno siglo XXI tiene que enfrentar a fanáticos religiosos que quieren convertir en un debate espiritual algo que pertenece pura y exclusivamente al terreno de los derechos civiles.
Disculpen que sea tan burda, pero así me lo explico a mí misma: regular los derechos reproductivos, el aborto, la identidad de género, es decir, lo más personal que tenemos los y las ciudadanas, desde el punto de vista del libro sagrado de una sola religión entre las más de cuatro mil que hay en el mundo es un poquito, ¿cómo decirlo?, vergonzoso.
Dicho sea de paso, Irán nos enseñó cómo terminan los países gobernados por fanáticos religiosos.
No muy bien, amigos y amigas,
no
muy
bien.