El ruso bueno y el ruso malo
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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Quienes crecimos bajo la propaganda de la Guerra Fría, leyendo Life y Selecciones, sabíamos que los rusos buenos eran los músicos y los grandes escritores del siglo XIX, mientras los malos eran los comunistas, que querían conquistar el mundo.
Este relato se agravó con las fotos del muro que levantaron en Berlín y los misiles que instalaron en una Cuba puesta a sus órdenes, sumados al descubrimiento de las atrocidades cometidas por la dictadura de Stalin.
Cuando entramos a la universidad y nos volvimos marxistas de manual y manifestación, los comunistas criollos del PC prosoviético eran vistos como la derecha de la izquierda, de suerte que seguían siendo los malos, aunque desde otro ángulo.
Por ello, la sorpresa fue mayúscula cuando, en 1985, asumió el mando de la URSS un gordito simpático, joven al lado de los dinosaurios del Comité Central, con una mancha de fábrica en la frente.
Se llamaba Mijaíl Gorbachov y quería modernizar y democratizar el anquilosado y burocratizado sistema soviético, sumido en una profunda crisis económica.
Para ello lanzó las políticas de la Perestroika y la Glasnost e impulsó las relaciones con Occidente, donde fue un personaje muy popular, junto con su esposa Raisa. Pero el asunto escapó de su control y la Unión Soviética implosionó.
No, no era ese el objetivo de Gorbachov, quien siempre fue un hombre soviético, pero no quiso mantenerse en el Kremlin por la fuerza de las armas y lo abandonó en manos de Boris Yeltsin.
Lo que siguió fue el caos y la disolución del imperio, una crisis brutal y la corrupción generalizada, donde los altos mandos de la ex KGB se fueron apropiando del pastel.
De todo eso le echaron la culpa a Gorbachov (Putin el primero).
Mientras en Occidente gozaba de una gran imagen y hasta le dieron el Nobel de la Paz por haber concluido la Guerra Fría, en Rusia se volvió un marginado.
Masha Gessen, una de las personas que más conoce sobre la caída de la Unión Soviética y el ascenso de Putin, escribe en The New Yorker que ¡oh, sorpresa! en esa galería de hombres feroces que suelen ocupar el Kremlin, Mijaíl era un hombre enamorado.
Y que nada le habría hecho más feliz que reencontrarse con su esposa Raisa en el otro mundo. Salvo que, dada su formación materialista, no creía en la existencia de otro mundo.
Putin, en cambio, como exagente fanático de la KGB, no tiene esas debilidades ni contradicciones: es un autócrata monolítico, que busca restablecer a sangre y fuego el imperio que, en su opinión, Gorbachov dejó irse al diablo.
Una catástrofe histórica tan imperdonable para Putin que no le concede un funeral de Estado.
Así, la muerte de un aislado y enfermo Gorbachov, en medio de las brutalidades que comete el admirador de Stalin en Ucrania, muestra que el ruso bueno de la política era una excepción.
Se puede objetar que las categorías de bueno y malo son subjetivas. Por supuesto; pero hay que tener muy retorcido el corazón para ponerse del lado de los rusos que devastan Ucrania.