Una Habitación Propia
Ríe, payasa
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
Actualizada:
{"align":"right"}
{"align":"right"}
{"align":"right"}
{"align":"right"}
{"align":"right"}
{"align":"right"}
{"align":"right"}
{"align":"right"}
{"align":"right"}
{"align":"right"}
{"align":"right"}
{"align":"right"}
{"align":"right"}
{"align":"right"}
{"align":"right"}
{"align":"right"}
Últimamente me cuesta mucho salir. Pensaba que padecía esa agorafobia, esa ansiedad social, ese no sé qué angustioso que ha desarrollado mucha gente después de la pandemia.
Seguro que conocen a alguien a quien le cuesta relacionarse con el mundo después de lo que hemos vivido -y seguimos viviendo- con el Covid.
Yo me siento segura en casa e insegura en grupos grandes. Yo salía y estaba a gusto rodeada de personas y ahora eso se me hace una montaña. Me he preguntado mucho: ¿estoy peor de la cabeza? ¿Tengo un episodio de estrés postraumático a raíz del confinamiento? ¿Es normal lo que me está pasando? ¿Le estará pasando a alguien más?
Hablando con una amiga íntima a la que le pasa más o menos lo mismo, he descubierto que quizás no sea tanto un tema de ansiedad social, sino de hartazgo social.
Puede que en la pandemia descubriéramos lo que queríamos de nuestras relaciones y lo que no. Lo que queremos aguantar y lo que no. Cuánto queremos entregarnos a los otros y cuánto no.
He descubierto que lo social me cuesta muchísimo porque desde pequeña he sentido que tengo que entretener a los demás. Me viene por parte de madre y parte de padre: mi papá era un hombre ocurridísimo y de una inteligencia humorística que sus amigos idolatraban. Las carcajadas que se escuchaban después de un chiste suyo eran atronadoras, era, perdón por el cliché, el alma de las fiestas.
Mi mamá es una anfitriona perfecta. No solo atiende, convida, acoge, sino que hace reír desde el saludo en la puerta. La gente que entra a la casa de mi mamá sale con la barriga llena y el corazón contento.
Mi papá y mi mamá son gente conocida por su humor.
Desde niña he sentido que esa es la forma de relacionarse con los demás: haciéndolos reír.
Quizás no solo tiene que ver con mi educación y el ejemplo de mis padres, sino también con el ego: las graciosas atrapan la atención de los demás y dirigen el ritmo de las conversaciones. A las graciosas todo el mundo las mira -y admira-.
Las personas que nos divierten son felicidad y la gente quiere felicidad sin pensar si quien suelta chistes sin parar es feliz.
La payasa triste.
Hace poco escribí un artículo sobre salud mental. En él, además de hablar de la situación psiquiátrica de América Latina, me confesaba sin reparos ni ocultamientos. La depresión y la bipolaridad son parte de mi personalidad.
No soy, aunque lo parezca, la luz del mundo.
Recuerdo que cuando se iban las visitas y mi papá apuraba la última gota de whisky en esos vasos pesados y preciosos que había en mi casa, él volvía a ser el hombre que conocíamos: un tipo duro, amargo, iracundo, impaciente, feroz.
Mi papá, cuando no tenía público, se cerraba como una ostra.
Yo recuerdo no entender por qué no nos hacía reír a nosotras como hacía reír a sus amistades. ¿Éramos menos? ¿Se le acababa la energía después de las reuniones? ¿Se guardaba la simpatía para los amigos?
Él no era el mismo hombre en público que en privado.
Yo tampoco.
Como ahora soy mayor, ya no me interesa agradar a nadie. Si algo grandioso me enseñó la pandemia es que lo más estúpido que puede hacer una persona es fingir que está a gusto cuando no lo está.
La vida es cortísima.
La conversación con mi amiga me llevó a dar en la diana de mi incomodidad social: no me molesta estar con gente, me molesta estar con gente a la que no quiero y que no me quita la batuta de ser la 'divertida' para aceptarme como soy: a veces aburrida, a veces depresiva, a veces quejosa.
Una persona y no una payasa.
Ese es el problema cuando te has hecho la fama de graciosa y entretenida: no se te permite otra posibilidad. Defraudas catastróficamente a quienes están ahí esperando otro espectáculo de humor. Entonces caes mal, peor que una persona normal, porque sobre tus hombros han puesto la enorme presión de divertir a la masa.
Yo no soy graciosa, no, a veces estoy graciosa y a veces estoy triste y a veces estoy aburrida.
Como una persona normal.
Los payasos tristes son un personaje de la cultura desde que la ópera 'Pagliacci' los popularizara: hacen reír, pero por dentro están llorando.
'Ponte el traje', dice su aria más famosa, 'no eres un hombre, eres un payaso'.
'Ríe del dolor que envenena tu corazón'. Yo me bajo del escenario, conmigo ya no cuenten para hacer reír mientras lloro por dentro.
Lloraré por fuera y reiré por dentro.
O haré lo que me dé la gana.