Una Habitación Propia
La relación con los padres muertos
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
Actualizada:
A veces hago la broma de que mi papá y yo hemos mejorado muchísimo nuestra relación en los últimos ocho años. ¿Cómo hicieron?, me preguntan. Y respondo: él murió hace ocho años.
Es macabro, lo sé, pero también tiene una parte de verdad. Yo nunca he sentido más cerca de mí a mi papá desde que ya no está físicamente en el mundo.
Recuerdo que la noticia de su muerte me llegó al norte de España, en Santander. Todo el mundo buscó vuelos para traerme de urgencia al Ecuador y no había uno solo. Era julio. Todos los que emigramos venimos en esa fecha: vacaciones de verano.
Yo tenía dos opciones: volver a Madrid a llorar o cumplir con mi compromiso con la Universidad Menéndez Pelayo de dar una charla. Pensé en lo que mi papá hubiera querido y, obviamente, le hubiese encantado que su hija emigrante, que llegó con una mano atrás y otra adelante a España, diera una charla en el Palacio de la Magdalena ante un exclusivo grupo de estudiantes de periodismo.
De alguna manera lo visualicé entre el público. Y me aplaudió como nunca me pudo aplaudir en vida.
Al salir de la charla fui a ver el mar. Me quité la ropa y me metí sin pensar en las olas ni en nada. El agua me mojaba la cara haciendo una mezcla de líquidos salados. Yo lloraba a mi padre muerto y también a mí misma porque que él ya no estuviera en esta tierra significaba el final de la posibilidad de un encuentro sin rencores, incomunicación y silencios duros.
Un encuentro entre el padre que yo necesitaba y la hija que él esperaba.
Todo lo hice para que estuviera orgulloso de mí. Nunca lo estuvo. Y ya no lo estaría.
En un momento, en el mar, un rayo de sol me iluminó la cara y en entonces, como en una película cursi, sentí a mi papá más cerca de lo que jamás estuvo. Mientras la marea me mecía, yo empecé a sonreír: por fin tenía el papá que yo necesitaba, que yo siempre quise, que me aceptaba exactamente como soy.
Tengo papá, le dije a mi amiga.
Tengo papá.
Sentí claramente que la mejor parte de él estaría ya para siempre en mí.
A mi papá, el hombre que estuvo vivo y murió, lo lloré mucho, pero al otro, al papá que me sonríe felicísimo cada vez que sorteo un desafío o que subo un escalón, a ese lo tengo más conmigo cada día.
Últimamente he pensado mucho en ese momento porque estoy leyendo 'La disculpa', el último libro de Eve Ensler, autora de la multipremiada y omnipresente 'Monólogos de la Vagina'. El padre de Ensler está muerto y Ensler intenta en el libro, una larga carta de su padre a ella, ese pedido de perdón que todas las hijas necesitamos.
Esté vivo o esté muerto: lo necesitamos.
Escribe Ensler:
No puedo esperar más. Ya hace mucho que mi padre falleció; nunca me dirá lo que quiero oír, no articulará disculpa alguna. Por eso tengo que imaginármela, porque es en la imaginación donde podemos soñar con cruzar horizontes, dotar de profundidad al relato y diseñar resultados alternativos (…) Esta carta es un intento de conferir a mi padre la voluntad y las palabras que lo lleven a cruzar la frontera y hablar la lengua de la disculpa para poder, al fin, sentirme libre.
Perdonar al padre es una de las libertades más absolutas que puede sentir una hija. Perdonar al padre es curar miles de heridas chiquitas o grandes que nunca sanan del todo, que pican, que duelen, que supuran.
Cuando mi papá estaba vivo yo estaba llena de heridas y sabía, sabía a ciencia cierta, que esa herida no sería la última.
En el hospital, cuando ya estaba moribundo, me dijo que yo solo había venido desde España por mi mamá, para ayudarla con el enfermo, no por él.
El corazón me duele hasta el día de hoy. Fue como si lanzaran una lámpara de araña desde un quinto piso. Todo quedó irreparable.
Hay palabras de los padres que te dejan ciega, que te asfixian.
No sé cómo bajé las escaleras del hospital si estaba completamente lanceada por las palabras de mi padre.
Entonces, dolida, iracunda, decidí volverme a España.
Y entonces la noticia de su muerte me encontró al norte de España, en Santander.
Mi papá, el hombre que estuvo vivo, nunca me pudo pedir perdón.
Escribe Ensler en la carta de su padre muerto:
Pocos días después de morir, antes de entrar en este plano, te vi sentada en el suelo de mi armario en Florida con la cara hundida en mi viejo jersey amarillo de cachemira. Al principio no entendí qué estabas haciendo, pero luego, a medida que te observaba, comprendí que estabas oliendo lo que quedaba de mí, inhalando mi colonia y mi esencia, tratando de hallar un lugar donde depositar tu dolor. Y, a mi pesar, aquello me conmovió. Me devolvió a un tiempo que había sido dócil entre los dos, un tiempo albergado por un cariño casi insoportable.
Cuando por fin llegué a Guayaquil, las cenizas de mi papá ya metidas en una urna con su nombre de hombre vivo ahora muerto, me abalancé sobre el armario de sus guayaberas y me sorprendí de que casi había desaparecido.
La ropa de mi mamá reemplazaba ya todo el espacio. Agarré lo que pude para olerlo. Oler su colonia, su talco y su cigarrillo. Abrí cajones buscando ese olor tan cercano a mi vida que casi era mi olor. Me habían dejado una gorrita de lana que le traje para cubrir su cabeza pelada y siempre fría. Me abracé de esa gorrita como de un ser vivo, un cachorro enfermo, un bebé, un gatito.
Mi papá ya no volvería, su olor se iría disipando hasta desaparecer.
El libro de Eve Ensler me ha permitido exorcizar algunos de los sentimientos dolorosos que aún albergaba hacia él -hay heridas viejas que cierran con muchísima dificultad-.
Sé que mi padre me pide disculpas.
Sé que, como el padre de la autora, mi padre me está escribiendo una carta en la que de una vez por todas haremos las paces y él será libre y yo seré libre.
Un papá que ama completa e incondicionalmente a su hija.
Una hija que ama completa e incondicionalmente a su papá.
Escribe Ensler:
En muchos sentidos soñé con la vida que tú has tenido. Y si hallo algún consuelo en contemplar las consecuencias de mis deplorables acciones, a veces imagino que tal vez fueron mis sueños frustrados los que entraron en ti e inspiraron tu destino.
Tal vez fue lo que pasó con mi papá, un hombre que soñaba con ser médico y recorrer el mundo y se fue quedando atascado en una casa de clase media, en un trabajo de clase media, en una vida de clase media. En la mediocridad de no subir ni bajar.
La que soy existe porque él no fue.
Y ese es el mejor regalo que me pudo hacer. Sacrificar su vida para darme la mía.
Te perdono todo, papá.
Y, también, te agradezco todo.