Lo invisible de las ciudades
Arqueología de un individuo
Arquitecto, urbanista y escritor. Profesor e Investigador del Colegio de Arquitectura y Diseño Interior de la USFQ. Escribe en varios medios de comunicación sobre asuntos urbanos. Ha publicado también como novelista.
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Hay momentos en los que debemos dejar al mundo a un lado, aunque se nos acuse de egoístas. En ocasiones, debemos priorizar nuestro mundo interior y atender cosas insignificantes para los demás; pero importantísimas para nosotros.
He venido a Guayaquil, a pasar las fiestas con parientes y amigos; y a medir mi resistencia con esta ciudad que amo mejor a la distancia.
Mi padre falleció hace cuatro meses. Ahora, he heredado la que era su habitación. Me doy cuenta de que el sueño se va cuando comenzamos a descubrir al individuo ausente, a través de aquellos objetos de su cotidianidad, que han quedado como remanente suyo en este mundo.
Mi viejo era de esas personas que no botan nada. He encontrado talonarios de chequeras anteriores a este siglo. Hay un cuaderno con apuntes de sus reuniones correspondientes al tiempo en que fue Superintendente de Bancos. Hay cartas, escritos viejos y montones de fotografías.
También encontré esas armas de fuego que amaba tanto. He pasado estas noches jugando a reconstruir la personalidad del propietario de todas estas cosas; a fin de poder compararlo con el señor de barbas rojas que me crio. Debe haber similitudes y contrastes fascinantes entre ambos.
Lo primero que me llama la atención es ver en esas fotos a alguien que es -en la mayoría de las ocasiones- mucho más joven que yo. Aquel embajador del Ecuador ante Panamá y Haití, que sale en fotos con el General Torrijos, con 'Baby Doc' y hasta con el mismo Gral. Guillermo Rodríguez Lara, me parece un joven inexperto e imberbe. Mi edad ya no me permite verlo como el personaje formal, sabio y supremo que fue en mis primeros años de consciencia.
Hay unas fotos, en las que mi padre recibe en la embajada al boxeador ecuatoriano Ramiro 'Clay' Bolaños; y el viejo sale en una informalidad tan forzada como jocosa. Yo sí llegué a conocer su parte humorística, pero ya era mucho más formal, más flemática. Como esa ocasión en la que nos advirtieron en un museo, que la exhibición cerraría pronto porque en minutos se daría ahí una ceremonia matrimonial, y mi padre preguntó: “¿qué edad tiene la novia?”.
Encontré una carta sin fecha, escrita por mi madre, en la que le dice que le llevan comida y vituallas, que el portafolio solicitado se lo llevarán en la próxima visita. Mi madre le pregunta si necesita algo más. En el mismo papel, mi padre agradece por el envío, pide que le manden pasta dental y que no le manden comida que deba ser cortada con cuchillos.
Me quedó claro que era una de las cartas que se enviaban mis padres durante alguna de las dictaduras militares, en las que mi viejo fue perseguido y apresado. Más tarde, conversando con mi hermana mayor, me contó que esa carta la llevó ella escondida en un zapato, cuando tenía alrededor de cinco años. Mis viejos usaban a mi hermana de correo.
También he merodeado su biblioteca. Leer esos volúmenes subrayados por él es una lectura doble. Simultáneamente, leo el libro y la opinión y reacciones que éste generaba en mi padre.
Es como hablar del libro con él.
Se vuelve interesante ver los objetos que él tenía relacionados conmigo. Cuentan sin filtros cómo él me veía a mí. Fui su frustración por muchos años. No fui político, no fui abogado.
Creo -o mejor dicho, prefiero creer- que en mí vio esas ganas de hacer un camino nuevo. No estudié derecho, así como él no asumió el negocio de su padre. Supongo que sigo su tradición de romper la tradición.
Paul Auster tenía razón. Los objetos adquieren un valor diferente cuando se convierten en el testimonio de nuestros seres queridos y su paso por nuestras vidas.