El Chef de la Política
Control, no. Regulación, sí: las reformas a la educación superior
Politólogo, investigador de FLACSO Ecuador, analista político y Director de la Asociación Ecuatoriana de Ciencia Política (Aecip).
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Una necesaria reforma a la ley de educación superior ha llegado hasta la Asamblea Nacional. La propuesta la hizo pública el propio Presidente Guillermo Lasso, intentando de esta forma exteriorizar el deseo del Ejecutivo de mantener una relación vigorosa con la legislatura.
Al seleccionar un tema que es clave, pero que a la par genera menos tensiones entre las diferentes bancadas, desde Carondelet se ha asumido correctamente una norma básica de gobernabilidad: empezar las conversaciones por los asuntos menos conflictivos y dejar para otro momento los más ácidos.
Más allá de lo dicho, el debate legislativo deberá posicionarse en torno a dos ideas fundamentales contenidas en la propuesta. De un lado, preservar la autonomía de las instituciones del sistema de educación superior: y, de otro lado, reivindicar las libertades negativas de los estudiantes.
Libertades negativas que se resumen en el clamor ciudadano de que el Estado no decida sobre la carrera y la universidad a la que cada persona desea acceder.
Que el Estado no decida sobre la carrera y la universidad a la que cada persona desea acceder.
Hasta ahí la propuesta luce contundente y, aunque no guarda armonía con la visión de la Constitución ecuatoriana, lo que puede llegar a ser un problema, hay varios temas que se deben discutir.
En primer lugar, la autonomía no debe implicar ausencia de vigilancia estatal. Control, no. Regulación, sí.
La diferencia entre un liberal y un libertario. La diferencia entre un sector del gobierno y otro.
Efectivamente, es necesario dotar de mayores herramientas a la creatividad de las instituciones de educación superior para establecer programas, generar autonomía financiera vía vínculos con el sector privado, desarrollar propuestas académicas y fortalecerse a través de la extensión.
Sin embargo, aquello no se puede dejar de lado la presencia de un Estado robusto que impida los excesos. De lo contrario, en poco tiempo tendremos en el país una nueva ola de universidades de garaje, en unos casos y, en otros, de universidades que de mediocres pasarán a ser maquinarias de entrega de títulos a cambio de jugosas matrículas.
En segundo lugar, la decisión de abrir mayores espacios en las universidades públicas vía acceso libre de los estudiantes luce como una propuesta controvertida, pues hay argumentos en favor y en contra.
En todo caso, nadie tendrá los arrestos en la Asamblea Nacional para objetar la iniciativa por lo que la aprobación será casi inminente.
Sin embargo, un tema clave allí es que, si la matrícula en las instituciones de educación superior pública inevitablemente aumentará, se debe garantizar un incremento de los recursos económicos para que ese fenómeno pueda ser asumido de forma responsable.
Si la Asamblea Nacional no toma los recaudos necesarios, la reforma puede conducir a que en el mediano plazo volvamos a la estigmatización de la educación pública, de lo público y del Estado en general.
Cierto es que el aparato estatal en ocasiones no es eficiente y hay que reorientarlo, pero no es menos real que su presencia es fundamental para garantizar derechos básicos de la población.
Nuevamente, el debate entre liberales y libertarios debe estar al límite en los pasillos de Carondelet. En ese mismo plano, si bien acertadamente el proyecto de ley propone gratuidad con responsabilidad, a esa tesis se debe agregar que la responsabilidad no solo debe venir desde los estudiantes sino también desde los hacedores de política, quienes deberán garantizar los recursos económicos que necesitará el sistema de educación superior.
En tercer lugar, en el espacio en el que más controversias generará el proyecto de ley es en la conformación del Consejo de Educación Superior. Quince miembros es un número excesivo para un comité de decisiones y puede fácilmente conducir a tensiones que terminen por impedir el trabajo colectivo.
En un país donde los desacuerdos son el pan de cada día, tener a tanta gente en una mesa no luce esperanzador. Como salida, fácilmente se podría reducir a la mitad la cantidad de funcionarios del gobierno y de delegados de las universidades, sin que la esencia de la representación cambie.
Adicionalmente, eliminar la capacidad de decisión de los estudiantes, con voz, pero sin voto, en el Consejo de Educación Superior no solo luce inconstitucional, sino que atenta contra la esencia del proyecto, orientado a mejorar el bienestar de la población universitaria.
Si vamos a ser aperturistas para la comprensión de cómo debe funcionar la educación superior, deberíamos actuar con coherencia cuando se trata de la representación. En este punto, las discrepancias entre liberales y libertarios no debería existir.
Las reformas a la educación superior deberían ser el espacio para que en la Asamblea Nacional salgan a relucir las diferencias ideológicas de los distintos bloques.
Una acalorada discusión en torno a ideas y propuestas no solo alimentará el producto final que se enviará al Ejecutivo, sino que puede posicionar de mejor forma al primer poder del Estado.
Control, no. Regulación, sí. Por ahí hay una discusión de fondo en la que seguramente deben estar involucrados liberales y libertarios, las dos caras de Carondelet.