De la Vida Real
Los cuatro regalos de Navidad que sí funcionan
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Los juguetes estaban por todas partes, y les terminé odiando. Hace dos años, en la cuarentena más estricta, me estaba volviendo loca con el desorden en la casa. Había útiles escolares y juguetes de mis hijos por todas partes.
Un día decidí arreglar la casa minuciosamente. Me di el trabajo de clasificar todos los juguetes de los guaguas: los legos por colores, tamaños y formas.
Puse en cajitas chiquitas los cepillos diminutos de las barbies y de los My Little Ponys.
Ordené a escala los carritos del Rodrigo. También lavé los peluches y limpié con pañitos húmedos los Transformers y un montón de muñecos de plástico que tenía El Pacaí junto a un sinfín de juegos de mesa dañados e incompletos.
Además, ordené las muñecas de la Amalia, todas rayadas, y con algodón y acetona, las dejé como nuevas.
A la semana siguiente, los juguetes se reprodujeron. No exagero. Así que puse todo lo que no estaba en su lugar en una funda gigante. Mis hijos ni se percataron, pero yo sí. Me di cuenta de que es una verdadera estupidez que los niños tengan tantos juguetes.
Aparte de contaminar el planeta, también crean contaminación visual y sonora, porque algunos tienen pilas infinitas, otros tienen pilas que se acaban rápido y que no se vuelven a utilizar nunca más.
Aparte de contaminar el planeta, los juguetes también crean contaminación visual y sonora, porque algunos tienen pilas infinitas.
Tengo que hacer una confesión. Me sentí la peor mamá del mundo porque, mientras guardaba cada objeto en una enorme funda, aparecieron los recuerdos de mis primeros juguetes. Eran pocos juguetes.
El uno era un payaso que fue amor a primera vista y esa misma noche se quemó el poto con una vela. Me acuerdo que lloré hasta el emperro. Los juguetes, así den felicidad, crean siempre frustración.
Mi tío Alfredo, en una Navidad, me regaló una aspiradora de última generación. Tenía motor a pilas y venía con una funda de bolitas de espumaflex. Entonces, el chiste era botar las bolitas por todo lado y aspirarlas.
Un día, misteriosamente, desapareció mi aspiradora. Me dijeron que se la habían robado, pero ahora, como madre, estoy segura de que mi mamá la escondió o la regaló, y entiendo perfectamente las razones.
Los juguetes, así den felicidad, crean siempre frustración.
Ya llevaba tres fundas llenas de juguetes. Pero me daba cargo de conciencia deshacerme de ellos sin confesarles a mis hijos la verdad.
Cuando les dije que iba a regalar lo de las fundas, empezaron a llorar:
-Este es mi favorito. Nunca podré vivir sin él.
-Le buscaba tanto a este peluche.
-Mami, eres tan cruel.
Hablé con ellos y les expliqué que es un absurdo llenarse de juguetes, que al final solo desordenan la casa y acumulan polvo. Entonces, fuimos a donar cuatro fundas en total.
Esta Navidad decidimos con El Wilson no darnos ningún regalo, porque eso también es un trauma matrimonial. El Wilson me regala cosas que no van conmigo (me ve flaca y me da algo talla XS o me ve una supermujer plus y me compra blusas XXL).
No tiene la menor idea de mi talla ni de mis gustos. Y a mí me pasa igual: le regalo cosas de MacGyver, sabiendo que no tiene una gota de espíritu aventurero.
Así que este año decidimos regalarnos cosas útiles, y pedirles a los tíos y padrinos que, si querían dar a los niños un detalle, les den plata.
Me dio vergüenza decir esto en el chat de la familia, pero fue lo mejor porque haciendo vaca entre todos, mis papás incluidos, el Rodri tuvo una superbuena bicicleta, a la Amalia le cumplimos con su kit de slime y dos pares de zapatos, y El Pacaí tiene su mesa de ping-pong.
El Wilson y yo nos compramos una bici estática. Es la primera vez que tenemos cuatro regalos absolutamente funcionales.
Claro que recién los estamos estrenando, porque empezamos el año demasiado "positivos"; la fatiga poscovid nos dominó y las clases virtuales nos limitaron para explotar los regalos al cien.
Mi papá es el más feliz con la mesa de ping-pong, a tal punto que desplazó los autos de su parqueadero para instalarla ahí. Baja todas las mañanas a buscar a El Pacaí para un partidito de ping-pong.
-Pá, está en clases. -Le digo.
-No importa, Valen. En la vida le va a resultar más útil jugar ping-pong con el abuelo que estar en clases el día entero.
Sale el Pacaí.
-¿Qué pasa?
-Vamos a un partidito.
-Abuelo, espérame un minuto para ponerme zapatos.
Yo pensé que le iba a decir: "Déjame terminar las clases".
En la vida le va a resultar más útil jugar ping-pong con el abuelo que estar en clases el día entero.
La Amalia, entre clase y clase, hace bici estática. El Rodri no se baja de su bici con ruedas ni entra a clases; así que definitivamente creo que tomé la mejor decisión posible.