De la Vida Real
Recuerdos del río: Un viaje a la infancia
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Esa mañana hicimos planes. Decidimos ir al Campo Triste, que está en la hacienda que era de mis abuelos, en Santo Domingo de los Tsáchilas. Allí hay al río, un río que ni para mi ñaño ni para mí nos era desconocido. Llevamos naranjas, toronjas y agua. Sabíamos que en el camino encontraríamos plátanos y guabas.
Nos sacamos los zapatos, no todos teníamos botas. Caminamos por la orilla y también por el río. Esa sensación de sentir el agua acariciando nuestros pies descalzos es un típico recuerdo de la niñez. Así íbamos con mi abuelo río adentro hasta encontrar la cascada.
Se me hacía un viaje eterno y las piedras, para mí, eran montañas. Esta vez fue distinto: las piedras no eran tan grandes y el camino tampoco era tan largo. Nuestros hijos, los de mi ñaño y los míos, tenían la cara blanca de tanto bloqueador y estaban muy bien puestos los ternos de baño.
A nosotros nadie nos ponía bloqueador. No sé si porque no existía o porque mis abuelos pensaban que era mejor recibir vitamina D directamente del sol. Tampoco nos ponían ternos de baño ni llevábamos muda extra. Nos metíamos con ropa y luego nos secábamos con el viento.
Ese día fuimos río arriba hasta llegar a la cascada. Mi ñaño era quien nos guiaba y mi sobrino nos detenía a cada rato para ver si tenía suerte con la pesca. Mi hijo cargaba la carnada y yo las naranjas.
Íbamos en familia, nos reíamos con cada caída. Me hacían falta mis abuelos. Ellos, por alguna razón, siempre me daban seguridad. Ahora mis hijos caminaban y nadaban. Ellos dominaban al río.
Mi marido y yo atrás, tratando de llevar el ritmo. No, no hubo tiempo para fotos, al igual que no hay fotos de nuestra niñez en el río. "Avanza rápido, tía", me gritaban mis sobrinos. "Vaya con cuidado, chiquita, que yo le espero", me decía mi abuelo.
No pude dejar de pensar en él ese día. Ese día el río lo revivió, ese día lo sentí, ese día me di cuenta de que, gracias a él, amo andar descalza, amo la libertad y también amo recordarlo. Ese día me hizo falta, pero también sentí que él me preparó como madre, porque gracias a mi abuelo no tengo miedo al río, ni al sol, ni a los mosquitos.
Gracias a él sé que para armar un paseo no se necesita nada más que ganas de un día de aventura y unas naranjas. Él siempre llevaba naranjas, toronjas y agua. Mi ñaño y yo, ni bien decidimos ir al río, pusimos en la mochila nueve naranjas y cinco toronjas. Llenamos el termo y nos fuimos en la misma camioneta verde, modelo 1993, en la que mi abuelo nos llevaba.
Los niños atrás, mis hijos y mis sobrinos, los grandes adelante. Siguiendo el mismo patrón, las mismas costumbres. El que manejaba ya no era mi abuelo, era mi ñaño, y la que iba adelante no era mi abuela, era mi cuñada. Por el vidrio veía a los niños libres en el cajón de madera de la camioneta.
Se reían, bajaban la cabeza cada vez que pasábamos por una hoja de palma o de plátano. Me acuerdo tanto de esa sensación y de ese dolor de cara cuando no se bajaba rápido la cabeza.
Dos, tres, cuatro golpes en el capó: "Ña, para. Algo quieren los guaguas".
- ¿Qué pasa?
- Paremos a coger cacao, en esa mata, ya está maduro.
Fue la primera parada. Mi ñaño y mi sobrino, con el machete, nos abrían cacao tras cacao, hasta que la lengua se partió de tanto comer.
Seguimos viaje, llegamos al río. Caminamos por la orilla y por el agua. Nos mojamos enteros.
No, no es un río profundo, no es un río grande, pero el río siempre se respeta. Sentía cómo mi abuelo me decía: "Chiquita, vea qué linda esa bromelia. ¿Usted sabía que la piña también es de la familia de las bromelias? Mi abuelo siempre nos enseñaba algo de la naturaleza, siempre nos daba los nombres de las plantas. Tengo nostalgia de no haber aprendido más de él.
Luego de bañarnos en las cascadas, reírnos y caminar sobre la tierra y las piedras, mojados, fuimos a comer a una hueca. Sí, mi abuelo decía: "Vamos a comer donde sea limpio, ya lo de rico se verá luego". Y almorzamos. Con mi ñaño hablamos de nuestra niñez, de nuestros recuerdos. Porque la vida es así, un sinfín de recuerdos del pasado y un eterno agradecimiento a los abuelos que nos dieron esa seguridad para ser adultos aventureros.
"Qué hermoso pasamos. ¿Vieron? Las piedras parecían unas montañas gigantes", conversaban los niños en las hamacas antes de ir a dormir.