De la Vida Real
Los recuerdos de mi abuelita, su olor a rosas y bizcochos
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Subí a la casa de mi tía, como subo siempre, a visitarla, a ver qué hacía. Ese día estaba
haciendo bizcochos. Miraba con atención la receta escrita por mi abuela, mientras verificaba el peso de medio kilo de manteca en la balanza.
Me acordé de lo feliz que era cuando la abuelita hacía bizcochos. Me trepaba al mesón de su cocina, que no era grande. Mis pies colgaban y yo daba pataditas involuntarias: "No patees que me vas a estropear las puertas", me repetía una y otra vez.
Tenía una voz tan dulce que ninguno de sus reclamos me sonaba a imposición. Yo sentía que a ella le encantaba que le contara historias, me oía con la misma atención que ponía al leer la receta de los bizcochos.
Tenía abierto el libro de Cristy, pero también se guiaba con un papel anotado con su letra impecable. No sé, me imagino que ella ha de haber modificado en algo la receta original.
Cuando la masa ya estaba lista, la abuelita cortaba cada pedacito para que todos los bizcochos
quedaran del mismo tamaño. "Abue, ¿le ayudo?", le preguntaba. "No mijita, tú no eres muy
meticulosa, mejor sígueme contando cosas".
Y así se nos pasaba la tarde.
El rato que ya estaban listos los bizcochos, todos del mismo tamaño y con una línea en la mitad, ponía despacito cada uno de ellos en un molde enmantequillado.
Prendía el horno a la temperatura 190 grados exactos. En un cronómetro, de esos clásicos de
cocina, ponía 25 minutos. Mientras tanto ordenaba y limpiaba la cocina.
Tampoco me dejaba ayudarle porque decía que a ella le gustaba limpiar. Esos 25 minutos pasaban rapidísimo. De cuando en cuando me volvía a decir: "Mijita, no patees las puertas que vas a estropear la alacena".
El cronómetro sonaba durísimo. La cocina estaba reluciente y, con unos guantes verdes
quemados en las puntas, sacaba despacito la lata del horno y la ponía sobre el otro mesón. En una caja, de esas clásicas de galletas azules, donde todos guardamos hilos y cosas de costura, mi abuela guardaba los bizcochos:
-Te voy a dar algunos para que te lleves.
A mí me encantaba estar con ella y ahora que reviso los recuerdos desde mi adultez, me siento tan afortunada de haber crecido con la clásica abuelita. Usaba mañanitas, tejidas por ella misma, sobre su pijama.
Siempre tenía frío y comía liviano. Era muy religiosa. Sabía del origen familiar de cada persona que conocía. A todos los nietos nos daba plata a escondidas, unas veces para colas y otras para helados. Así era la abuelita, cualquier cosa que se saliera del estándar normal le parecía una barbaridad.
Subí donde mi tía a ver qué hacía y me encontré con un sinfín de recuerdos sobre mi abuela.
Me llegaron su característico olor a rosas, la sazón deliciosa de su comida, sus ojos profundos y verdes. Su risa con esos hoyuelos hermosos en los cachetes.
Fue una ráfaga de recuerdos sin orden, sin sentido. Fue una secuencia de imágenes perfectas.
Con la abuelita no viví aventuras ni nada que tuviera una pizca de adrenalina. Ahora, ya una señora, siento que la abuelita sembró en mí la semilla de la fe. Porque para devota, ella.
Me pedía que rezáramos juntas a la Virgen Dolorosa y que le pidiéramos algún milagrito al
Hermano Miguel. Yo no tenía idea cómo se rezaba, ni entendía bien los rituales, porque en la
casa de mis papás no había santos, ni tampoco íbamos a misa. Entonces la abuelita se reía de
mi buena intención.
-Chiquita, no se santigua con la mano izquierda, sino con la derecha. Tienes que venir más seguido a rezar.
Y yo iba casi todos los días, no porque entendía los rezos, sino porque sabía que eso la hacía feliz.
La Abuelita Piedad tenía algo que hacía que todo en su entorno fuera lindo. Tejía con agujetas y sus lanas e hilos estaban siempre perfectamente ordenados. Le pedía que me enseñe, pero sabía que mi habilidad no iba por ahí: "Tú cuéntame cosas", me decía. Y yo ¿qué le habré contado?
La tarde en que murió estábamos cogidas de la mano, ya estaba enfermita y viejita, y yo le
contaba: "Al Wilson le conocí en el Diario donde trabajamos juntos, y estoy enamorada de
verdad". Ella sonrió, abrió los ojos y los volvió a cerrar. Le salió una lágrima y su alma se fue.
Algo pasó ese momento, no me callé y seguí contándole sobre ese ser maravilloso, pero ella no reaccionó más. Ese rato entendí que la abuelita había muerto.
Me quedé callada, acumulando recuerdos de una vida junto a ella. Y ella, seguro, se fue a vivir con Dios.