De la Vida Real
La Presencia desde los cartones hasta los zapatos de acero
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Era medianoche y sentí esos enormes zapatos sobre mí. Eran gigantes, con los cordones atados a la perfección. Sentí miedo. Abrí los ojos y me quedé pensando en la cama. No sabía si lo que había vivido era un sueño o un recuerdo.
Prendí la luz y fui a tomar agua. Me acordé de él: era el mismo joven que hace seis meses regalaba cartones, el mismo que ahora me atormentaba en las noches. Sí, le tengo miedo. Es el miedo que provoca el poder cuando usa zapatos de tractor como símbolo de su presencia.
Esa noche no pude dormir. Me acordé de un compañero en la escuela que usaba zapatos parecidos a los que el joven usó este 24 de mayo. Recuerdo que ese compañero decía que sus zapatos tenían punta de acero y que, si alguien se acercaba, le daría un puntapié en la rabadilla. Yo tenía 9 años y no entendía mucho de la vida. Pensaba que la rabadilla quedaba entre la rodilla y el rabo y, por lógica, ese lugar no existía en el cuerpo. Lo que mi compañero lanzaba eran amenazas sin sentido. Eso pensaba, hasta que un día le pegó una patada a otro compañero que le dejó sin rabo ni dilla.
Ahí entendí que el respeto también se ejerce con violencia y miedo, y la admiración se desvanece ante la prepotencia de una mirada fija y una sonrisa sinuosa.
Mi compañero nos decía que su papá trabajaba en las minas y que esos zapatos eran caros, tan caros que solo la gente exclusiva podía tenerlos. Yo sabía que eso era mentira, porque esos zapatos también se vendían en las tiendas de calzado escolar.
Esa noche le daba vueltas a la almohada, igual que a los recuerdos. Recordé que una vez un señor, para estar en el poder, hizo una publicidad en la que se sacaba la correa y salía de un ascensor. Unos payasos salían y él les pegaba con la correa porque así había que darle a la corrupción. Me costó tanto entender esa publicidad porque a mí jamás me pegaron con la correa, pero sabía que a los niños que se portaban mal los papás sí les daban correazos. Eso me daba miedo, porque sentir dolor es horrible, y peor, si es causado por tus propios padres.
Así no se educa jamás, pensaba. ¿Cómo alguien quiere llegar al poder con violencia? Esa noche algo pasó entre la correa y los zapatos. Me di cuenta que el poder tiene símbolos y la juventud tiene ego, un ego tan gigantesco que repite patrones de comportamiento. Uno daba cartones, el otro regalaba camisetas verdes por montones, y los dos jugaban en diferentes tiempos a poner fichas a su favor, pensando que el país es el patio de un colegio donde ellos mandan con prepotencia, amenazas y arrogancias. Ambos pensaban que firmando con la P de presidente su grandeza crecería.
Y eso, en gran parte, es culpa de quienes los rodean, los que los endiosan y no les dicen sus falencias, no les dicen sus errores. Porque ellos también aman estar en el poder, porque ellos también aman ser parte del poder.
Esa noche me di cuenta que ellos me dan miedo porque con símbolos tienen al pueblo descalzo y con los pantalones bajos. Y al que se atreva a criticarles le dan un puntapié en la rabadilla y un correazo por majadero. Sea a la prensa, a un adversario o un asesor sensato. Cada cual usa una destreza. Al uno le decían estadista, al otro le dicen que es un estratega.
Ese compañero de la primaria me enseñó a marcar distancia con el poder, a verlo de lejos para poder criticarlo. Me enseñó que los que usan el poder a su arbitrio son peligrosos, en ellos no hay cómo confiar porque te van a traicionar. El poder te envuelve, te enceguece, te mancha, y te abandona. El poder está envuelto en una soledad que desgarra el alma y hace a las personas poco solidarias.
Hay dos ejemplos claros: uno ya pasado, que desde un ático vocifera y reclama volver, y el otro que está en la cima más alta y mira desde arriba a un pueblo que camina descalzo, que espera ser visibilizado, un pueblo que sigue teniendo esperanzas de una mejor calidad de vida con salud, educación, seguridad, alcantarillado, agua potable y calles asfaltadas. Un pueblo que (con o sin apagones) vive en la oscuridad: sin trabajo y en manos de la delincuencia y los sicarios.
El poder da puntapiés en la rabadilla, en ese punto exacto del cuerpo que puede estar en cualquier lado.