Una Habitación Propia
La rabia de los parásitos
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
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¿Quién lo pensó primero? ¿A quién se le ocurrió antes que la gente que trabaja para nosotros, la gente que no está en el primer piso de la vida, sino que barre y trapea y desinfecta lo que nosotros ensuciamos, están atrapados, como ratones, en el subsuelo del mundo?
No es tan difícil la metáfora: ahí estaban, apiñados, enfermos, fantasmales, los esclavos en las bodegas de los llamados barcos negreros. Ahí están, mientras usted lee esto, los y las trabajadoras de las fábricas clandestinas haciendo nuestros pantalones, nuestros vestidos, respirando tinte y respirando precariedad: muriendo. Ahí está, en la lavandería, en el cuarto del servicio, esa mujer que limpia todas nuestras cacas.
Una historia de servicio doméstico, o sea de desigualdad social, está en boca de todos ahora mismo. Parasite, la película surcoreana, acaba de arrasar con los Premios Oscar. Se los merece.
Parasite acierta en generar en nosotros, los espectadores, empatía con los protagonistas: una familia que busca ascender –literalmente, viven en un subsuelo– y que usa todos los recursos para lograrlo.
En la lucha por la supervivencia no hay mucho espacio para la ética y a los habitantes de todos los sótanos del mundo, como a usted, como a mí, también les gustan los jardines, la luz, la mermelada: el primer piso.
La metáfora con las alimañas no es muy rebuscada: ¿qué hacemos cuando descubrimos que los bichos –piensen en Kafka–, los roedores, los parásitos han logrado subir y vivir entre nosotros? Los exterminamos, claro. Los exterminamos con furia.
En Rabia de Sergio Bizzio, de la que César Aira dijo que era la mejor novela que había leído en los últimos años, el subsuelo de Parasite se convierte el entretecho de una mansión, pero funciona igual: la gente que limpia y que cocina y que lava no tiene que ser nunca real. Su existencia solo se permite en las sombras: muda, robotizada, servil.
Cuando esas reglas tácitas, pero escritas en la piedra de la desigualdad, se rompen es cuando empieza la desgracia. Y la desgracia de Rabia es que la gente, limpie o la limpien, siempre es gente y flota en la violencia como monstruitos en formol.
Rabia es una historia de degradación: del horror de ser padres y ser hijos y odiarse unos a otros, lastimarse, decepcionarse.
También es la historia de los testigos. Ese “otro” que vive en nuestra casa y que lo observa todo: el servicio doméstico, alguien que es pero no es, alguien a quien puedo violentar porque, como una silla, me pertenece.
Gemelas terribles Rabia y Parasite merecen ser visitadas como una casa dada la vuelta. ¿Qué es arriba y qué es abajo y quiénes están dónde? Así, mirando bien, quién sabe, podamos eliminar los subsuelos donde metemos todo lo que nos resulta incómodo, distinto, menos.
Así, quién sabe, aunque sea, podamos entender su rabia.
La versión teatral de Rabia, adaptada y dirigida por el cineasta Sebastián Cordero, estará en escena en el Museo Muñoz Mariño de Quito hasta marzo.