Lo invisible de las ciudades
La calle vive gracias a sus habitantes
Arquitecto, urbanista y escritor. Profesor e Investigador del Colegio de Arquitectura y Diseño Interior de la USFQ. Escribe en varios medios de comunicación sobre asuntos urbanos. Ha publicado también como novelista.
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En urbanismo existe un término interesante y valioso para poder calificar la calidad del espacio público. Me refiero a la palabra “Frontage”, que se refiere al vínculo entre el edificio y la calle. El análisis de esta relación puede definir la calidad de vida pública. Mientras más permeable es la fachada frontal del edificio, más segura y activa será esa calle.
Por eso, lo que más se busca en la actualidad es la generación de espacios, cuyo uso de suelo sea mixto; locales comerciales en planta baja y residencias (o también oficinas, en menor grado) en las plantas altas.
Eso asegura la presencia de personas, entrando y saliendo de los edificios, durante la mayor parte del día y la noche. Con gente fluyendo y con el control visual de los habitantes de las edificaciones hacia la calle, se mejora la seguridad del espacio público.
Bajo esa premisa, los barrios que entran en la usual etapa de transición generacional -entre cincuenta y ochenta años- se vuelven más inseguros, pues muchas de sus edificaciones entran en períodos de deterioro y hasta abandono. Al no ver habitantes en las casas y edificios, las calles quedan sin ojos que la vigilen; y los interesados en lo ilícito lo saben.
Lo irónico de todo esto es que hay ocasiones en la que el vínculo entre la calle y el edificio es roto por parte de los mismos residentes. La misma permeabilidad visual, que le permite a las personas mirar hacia afuera es la que les hace sentirse expuestos, vulnerables.
Y cuando eso ocurre, los residentes fortifican sus viviendas, con muros más altos y alambradas eléctricas. Los edificios suelen hacer algo similar, pero bloqueando más el vínculo visual ente el acceso de la planta baja y la vía pública. En conclusión: ocurre también que los barrios se deterioran porque sus habitantes renuncian a vigilar lo que ocurre más allá de su línea de fábrica, con tal de sentirse más protegidos.
A todo esto, existe una tipología urbanística, relativamente nueva, cuya vejez aún nos resulta incierta. Me refiero a las urbanizaciones cerradas de control regulado. Este tipo de desarrollo suburbano se caracteriza por limitar al máximo el vínculo con la calle; reduciéndola a garitas vigiladas, a cientos de metros de distancia entre sí.
Evidentemente, esto se ve mucho en los asentamientos de clase alta de Quito y Guayaquil; Samborondón y Cumbayá, para ser más precisos. En este último, el grado de abandono vial resulta aún más crítico; pues se trata de vías secundarias, de entre dos y cuatro carriles.
La cantidad de personas recorriéndolas es mucho menor a la que se encuentran en vías de alto tráfico, como ocurre en Samborondón. Ambos escenarios son deficientes, pero en el caso de Sambo, el mal es menor; irónicamente, a causa de su gran problema de movilidad y demanda vial inducida.
¿Cuán seguro será caminar en dichas calles, de aquí en 20 o 30 años? De por sí, no es muy recomendable hoy en día exponerse en esas vías, a altas horas de la noche.
¿Existen alternativas para remediar esta situación? Quizá lo más conveniente es proyectar a largo plazo la transformación de estas comunidades cerradas en megamanzanas. Ello implicaría modificar sus usos de suelo y aumentar su densidad en altura.
Los muros frontales deberían convertirse en construcciones de mediana densidad y de uso mixto; pasar de muros a muros habitables. En cambio, en sus linderos laterales debería planificarse el trazado de servidumbres para el paso de vías laterales. Lo que pierdan los propietarios a causa de dichas servidumbres, debería compensarse en mayor capacidad de altura para construcciones futuras.
El urbanismo es una profesión de tiempos muy prolongados. Quienes trabajamos en ella sabemos que debemos plantear visiones, que -de darse- ocurrirán mucho después de nuestra muerte.