De la Vida Real
Saliendo del encierro: Quito, con otros ojos
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Hoy me sumergí en este mundo de la nueva normalidad. Estaba feliz y ansiosa de comenzar a reactivarme, económica y profesionalmente, luego de cuatro meses de encierro.
Volver a ponerme ropa de oficina, que me da la impresión de que por estar tanto tiempo guardada se ha encogido dos o tres tallas. El pantalón entró con bastante presión, y la blusa, que era flojita, me quedó apretada.
Este inconveniente de vestuario hizo que me revelara ante la idea de usar tacones. Así que me decidí por los zapatos bajos.
Sentí tanta alegría al darles un beso a mis hijos y decirles: “Se portan bien, le obedecen al papi en todo y no le molesten, que tiene que trabajar mucho”. Mi libertad estaba tras la puerta.
Agarré la cartera, me pinté los labios y subí al auto. Me di cuenta que no tenía ni la mascarilla ni el alcohol. Regresé a la casa, agarré todo lo olvidado y volví al auto.
Prendí la radio y chao. Fui a cumplir mi antojo del mote con chicharrón y de las empanadas de verde con café, que venden en la tienda que queda debajo de la oficina.
En el trayecto me fijé que en el local de la costurera, ahora venden huevos, papayas, piñas y tomate. Pensé: “La María se ha puesto otro negocio”.
Más arriba, en el bazar de don Jorge, un señor que desde que yo estaba en la escuela era viejito y siempre vestía con un pantalón de tela café claro, chaleco gris y lentes cuadrados, han puesto una carnicería. ¿Qué habrá pasado con él y doña Carmita, su esposa?
El semáforo en rojo. A la derecha estaba una peluquería. Me llamaba tanto la atención este local, porque la puerta estaba pintada de morado, negro, rojo y verde. “Salón Unisex. Se corta el cabello a damas y caballeros, se hacen el bigote y las uñas”.
Nunca entré. Las veces que pasaba por ahí siempre estaba repleto. Los combos iban desde USD 3,50. Depilaban también cejas y ponían pestañas. La ventana que daba a la calle siempre estaba plagada de anuncios y promociones.
Hoy la puerta está pintada de negro y la ventana cubierta con un gran cartel que dice: “Se vende o se arrienda”. Con caracteres igual de gigantes hay un número de celular. Seguí.
Sentir que no había ese tráfico mortal que siempre hay al subir a Quito fue un alivio. Sin embargo, cinco o seis veces dudé de qué número de placa tengo y de si realmente podía salir con carro. Hoy toca par, pero los carros con placas impares me confundieron constantemente.
Me impactó mucho regresar a ver a los carros de al lado y darme cuenta que las personas están con la boca cubierta. Sé que es hora de acostumbrarme, pero no dejó de llamarme la atención, al igual que la cantidad de gente pidiendo dinero en la calle. Muchos con niños en brazos y sin mascarillas.
Contradicciones de la vida, pensé.
Por lo general, voy con las ventanas abiertas, comprando todo y feliz. Confieso que sentí susto, me puse la mascarilla y cerré la ventana, no por la delincuencia, sino por el pánico al contagio de este monstruo invisible que tanto nos altera.
Sabía que el parqueadero de la oficina está cerrado, así que dejé el carro en uno público. Antes tenía que cruzar los dedos para encontrar un espacio libre, pero hoy estaban todos vacíos. Caminé cuatro cuadras, y la boca se me hacía agua pensando en las empanaditas de verde que me esperan ansiosas a media mañana, luego de tantos meses sin comerme ni una.
Entré al edificio de la oficina y el guardia de siempre fue remplazado por uno que no me conocía, tosco y sin gracia. Me pidió la identificación, y le di pese a tener tarjeta electrónica para la puerta y el ascensor.
Entré a la oficina, y ahí estaba mi puesto intacto, tal cual lo dejé todo desordenado, pero limpio. Los compañeros de trabajo no estaban. Luego de dos reuniones de planificación salí a comprar a media mañana y resulta que ya no hay empanadas ni chicharrón.
En el fondo lo que amaba era sentarme a conversar con la seño mientras comía sus suculencias. Sentí un vacío inexplicable, una mezcla de llanto e incertidumbre. Hoy este es un espacio desconocido para mí, donde estoy sola y sin nadie con quien hablar.
Con antojos no satisfechos, decidí regresar. Fui a ver el carro y decidí tomar mi ruta habitual, pero resulta que todas las intersecciones para virar estaban cerradas para el uso de bicicletas. La nueva normalidad es lo más extraño y desolador que me ha tocado vivir en esta realidad.
Prendí el Waze, pues ya no supe cómo regresar a la casa.