Firmas
Quiero emborrachar mi corazón
Abogado y escritor. Ha publicado varios libros, entre ellos Abraza la Oscuridad, la novela corta Veinte (Alfaguara), AL DENTE, una selección de artículos. La novela 7, además de la selección de artículos Las 50 sombras del Buey y la novela 207.
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Hoy que es noticia el enfrentamiento entre las selecciones de fútbol de Ecuador y de Argentina en Buenos Aires, me doy cuenta de que no tenía registrado en mi memoria el partido jugado en octubre de 2015, cuando Ecuador ganó por 0 a 2 en el estadio de River Plate. Cinco años después descubro que no sabía que ya habíamos ganado en ese césped.
¿Acaso ya no me importa la Tri? No puede ser que ignoraba esa victoria. La última gesta que yo recordaba era el 1 a 1 en el mismo campo. En junio de 2008, un trueno salido del pie del Pato Urrutia casi le saca los guantes al otro Pato.
Fue a partir de un tuit de mi amigo @skueffner en el que preguntaba a quién le importa que hoy juegue la selección ecuatoriana, que me he dejado llevar por la nostalgia, como un balón en los pies del Hijo del Viento.
Cierro los ojos, millones de papelitos flotan hasta casi cubrir un estadio gigantesco, y algunos de esos papelitos se transmutan en cromos de un álbum incompleto sobre la mesa del comedor del diario de mi casa de la infancia.
Mis hermanos y yo conseguimos el de Ardiles, Houseman, Luque, Kempes y Tarantini. En ese entonces el asesino Videla no pertenecía a mi relato. Todavía yo no sabía de monstruos, ni de las dudas del 6 a 0 a Perú. Tenía casi 7 años y el Matador era Dios corriendo con los brazos en señal de victoria, Luque sangraba como un héroe, Bertoni hacía un gol coreográfico. Ardiles me sonaba a héroe griego.
Conseguí un póster del Pato Fillol. Vestía un buzo verde. Estuvo en mi pared por años. Y pese a que en el 82 la decepción fue grande (Bélgica me sonaba a un país cualquiera y en el partido inaugural de España ni Kempes ni Maradona hicieron los seis goles que yo había previsto hablando con mis hermanos), Ubaldo Matildo siguió en su puesto.
Hasta que llegó el 83. La Copa América que, en ese tiempo, se jugaba por grupos y a nosotros, tan llenos de fortuna desde siempre, nos tocó jugar contra Brasil y Argentina.
Para ese entonces ya tenía algunas complicidades con Papá Luguito, mi abuelo. Una de ellas era el fútbol, pero el fútbol de la selección. En Quito arrancamos perdiendo 2 a 0, pero en el segundo tiempo Mafalda Vásquez y Jota Jota Vega rescataron el honor. En esos días, entre nosotros no había brecha generacional en cuanto a sentir que empatar con Argentina era un triunfo.
Brasil nos ganó 1 a 0 y recuerdo que, según la revista Estadio, su entrenador se había enojado por el pobre resultado. En Goiania, Eder y compañía nos hicieron goles desde todos los ángulos. Y así, llegamos a Buenos Aires como va al matadero una res, sin que nadie le diga un adiós. Pero, con el equipo reestructurado, banquearon a los intocables.
Mi abuelo me hacía sentir inteligente. Y puso cara de que le parecía sensato cuando le dije que no perderíamos por mucho en Argentina porque ya les habíamos podido hacer dos goles en Quito.
Llegó el día. Estábamos en la hacienda. Muy mala señal para la televisión que era en blanco y negro. La experiencia indicaba que había que encender una radio para escuchar el relato y usar la imagen de la tele. Ambas cosas no se podían conseguir en el mismo aparato.
Empezó el partido, mi abuelo me cubrió la mano con la suya, que ya tenía esas manchitas que luego se hicieron grandes. Su espeso bigote negro, que se puso blanco y volvió a ser negro en las fotos. El resto del escenario desaparece en el recuerdo y estamos los dos solos frente a la pantalla. A veces, por la calidad de la imagen, no sabíamos dónde mismo estaba el balón.
No nos estaban goleando. Y de pronto Lupo Quiñónez se levantó del suelo, agarró un rebote del Bolo Ruiz y metió un puntazo. Gol de Ecuador. A la campeona del Mundo, Gareca emputado, Sabella empezó a quedarse calvo, toda una afrenta. Mi abuelo no puede creer lo que está mirando. Yo menos. Al rato, Ramos, un tipo que me cayó mal para siempre, fusiló a nuestro arquero. Empataron.
Los minutos seguían y el estadio se caía. Pero seguíamos sin ser goleados. Encalada, Klínger, Wilson Armas, Hamilton Cuvi, eran unos próceres y Vinicio Ron sangraba como un héroe. Tulio Quinteros me sonaba a emperador romano. Ese día no me di cuenta, pero luego entendí que se colgaron del palo y bartolearon todo lo que pudieron a la tribuna.
Y con todo el bartoleo, penal para Lupo, reclamo argento que alcanzaba para un baile con facones, zurdazo a la esquina de Hans Maldonado, Pato Fillol –flamante enemigo- casi lo alcanza. Ese día aprendí lo que es pedir que algo se acabe.
El árbitro boliviano Ortubé había sumergido el pito en el Titicaca hasta que 12 minutos después de terminados los 90, por fin hubo un penal para los locales. Burruchaga –el delanterazo que le faltó a Messi- dejó parado a nuestro Israel Rodríguez. Empate y fin del partido.
Mi abuelo se entristeció. Lo primero que hice al llegar a Quito fue bajar el póster de Fillol y pensar en la forma de hacerle tzantza al requete recontra concha de su madre de Ortubé. Todo el Ecuador parroquiano de los 80 se unió en el reclamo. Siempre nos indignó más que nos roben en el fútbol a que nos roben los políticos.
Con los meses superé el cabreo enamorándome de Becky Tatcher y de Yolanda de Parchís. Fui el hombre de Buchanans y no me di cuenta.
Doy un salto al 96. Estoy en el estadio Atahualpa con mi hermano, que acababa de ser padre de mi primer sobrino. Frente a nosotros cruzó caminando un jovencito. ¿Cuándo estará así el bebé? Le pregunté. Ya tiene 24. No sé cómo fui tan indigno de no haber invitado a mi abuelo al estadio. Lo escribo y sé que no tengo perdón.
Montaño puso el primero y el Tanque Hurtado lanzó un cohete que entraba por que entraba. Fueron 2. Volvimos caminando por la 6 de Diciembre llenos de euforia.
No recuerdo haber entrado a la habitación de Papá Luguito a comentar con él sobre el partido y revivir la emoción. Quiero arrancarme el corazón. Ojalá lo haya hecho. Ojalá, pero no lo recuerdo. Lo más seguro es que le haya fallado. Mi memoria no es más que la biografía de mis deudas.
En noviembre de 2001 me abracé al segundo embarazo de mi mujer y lloré por la clasificación a Corea-Japón. Y lloré por mi abuelo porque le faltaron seis meses para enterarse del milagro. Ya fue tarde para ese llanto y para el gol del flaco Kaviedes. Salimos a las calles a festejar.
¿A quién le importa que hoy juegue la selección ecuatoriana? A mi nostalgia le importa. Pues mi nostalgia, parafraseando a Borges, parece haber sido imaginada para medir el tiempo de los muertos.