Una Habitación Propia
Quieren matar a la vieja
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
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Díganme que a ustedes también les pasa que se sienten muchísimo más viejas, como si del inicio de la cuarentena hubiesen pasado seis años y no seis meses.
Tal vez es la preocupación, las pesadillas, la falta de sol y de vacaciones, de risas con amigos, de borracheras y anécdotas de la juventud, de bailar ridículamente en la quinceañera o la graduación de los hijos, de encontrarse con un amigo al que no veías hace mucho en la calle y darle un buen abrazo, de ir al cine y comer canguil con alguna película boba, de echarte en la arena después de darte un chapuzón en el mar y sentir cómo la sal se va secando en tu piel mientras le das una buena buchada a la cerveza fría.
Tal vez, digo, así como la vida envejece, la falta de ella lo hace mucho más.
O puede ser también que ahora, como en un episodio inacabable de Black Mirror, nos miramos más a nosotras mismas que a los demás.
Yo he intentado no dirigir los ojos a mi propia cara en las largas sesiones de Zoom que tengo, pero me es imposible. Creo que fue la poeta Maritza Cino (aunque no me hagan caso, olvido más que recuerdo) la que escribió era difícil ser indiferente a la propia imagen.
Lo es.
Intento no ver la cara que pongo cuando hablo, pero está ahí, en la pantalla, y los ojos se me van a ella en un acto de narciso al revés: yo no me amo, yo me escruto.
Y entonces veo las arrugas de la frente que probablemente no son nuevas, pero que aparecen cuando gesticulo. Antes, cuando el mundo era más afuera que adentro, no me veía gesticular, pero ahora sí y, dios mío, ¿estoy así de arrugada?
Veo también las bolsas bajo los ojos –gracias papá y mamá mapaches– y no puedo creer en qué momento ocurrió todo esto. Quisiera no verme tanto, obviar el espejo, símbolo de frivolidad, ¡qué yo soy feminista, carajo! Pero ahí está el Zoom de las diez, el de las doce, el de las seis de la tarde, el de la mañana del sábado.
–Le paso el link, maestra.
–Gracias. Dos horas para mirarme la cara. No puedo esperar.
Me da rabia que ese disgusto por ciertas partes de mi cara no viene de mí misma, sino que ese desagrado me lo ha impuesto la sociedad.
Una vez que vences la gordofobia, después de pasarte toda la vida odiando tu cuerpo, aparece la gerontofobia y ahí sí estás fregadísima.
La sociedad no le da tregua a las mujeres: tienes que odiar lo que fuiste, lo que eres y lo que vas a ser.
Estoy segura de que mucha de mi incomodidad con la imagen que me devuelve el espejo negro de la pantalla tiene que ver con el odio a la mujer mayor. La mujer mayor tiene que esconderse, camuflarse, metamorfosearse.
La atractiva mujer en la mitad de sus cuarentas tiene dos opciones: obsesionarse con la juventud al punto de convertir su cara en una cosa tirante y monstruosa o practicarse a sí misma una especie de muerte social para reaparecer convertida en una señora intachable, sin deseos íntimos, sin vagina, sin atractivo.
Nos quieren jóvenes o muertas.
Ahí están, por ejemplo, los actores de mi quinta haciendo de galanes, puro sexo, mientras las actrices de mi quinta hacen de mamás, puro problema.
No pasa solo en Hollywood. A los hombres de mi edad no les gustan las mujeres de mi edad. Está bien para todo el mundo que un hombre cuarentón salga con una chica de veinticinco. Es la envidia, el ganador.
¿Qué nos queda a nosotras? Intentar detener el tiempo lo más posible con tratamientos, cirugías, dietas, ejercicios, cremas, mascarillas, colágeno, hialurónico y todo lo que se puedan imaginar.
¿Qué nos queda a nosotras? Alimentar a la voraz maquinaria que vive de la inseguridad femenina.
El mensaje para nosotras parece ser: mientras te veas joven puedes seguir en el mundo. Tic, tac, tic, tac. El día que te veas demasiado arrugada dejarás de ser una mujer para ser una venerable anciana.
Y, ya saben, las ancianas no ocupan un lugar, no levantan la voz, no tienen sexualidad.
Por eso creo que todas a esta edad empezamos a temerle a la guillotina social que nos decapitará apenas nuestra cara empiece a reflejar nuestra edad real.
Quiero rebelarme y, sin embargo, una parte de mí me avisa todo el tiempo que si quiero seguir siendo una mujer para este mundo tengo que ocuparme de la frente, las patas de gallo, las bolsas de los ojos, las huellas de muñeco de ventrílocuo alrededor de mi boca y todo eso que veo cuando me conecto a una reunión virtual.
Maldito coronavirus.