Quien esté libre de coronavirus, que tire la primera piedra
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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La violencia de las manifestaciones, los bloqueos y la sensación de caos lograron que el coronavirus pasara a segundo plano. Pero ahí sigue, infectando a Raymundo y medio mundo, aunque con síntomas más leves.
Si lo sabré yo que durante dos años logré salvarme evitando las reuniones y siendo cuidadoso con el uso de la mascarilla y el distanciamiento social.
Pero la semana pasada la astucia del virus superó las vacunas y los cuidados y me alcanzó.
Aislado otra vez, pienso que la ciencia ha avanzado mucho, pero todavía son los genes y los virus los que tienen la última palabra.
Uno de los primeros que difundió esta idea fue el evolucionista Richard Dawkins en su famoso libro 'El gen egoísta', donde planteaba que el ADN es el que manda, "creando un mundo de salvaje competencia, tiranía, explotación ilegal y trampas biológicas con la única finalidad de prevalecer".
Puestas así las cosas, se diría que somos un mero soporte del ADN. Para ilustrarlo, ante el clásico dilema del huevo o la gallina, los genetistas duros llegaron a plantear que la gallina era un artificio del huevo para transmitir sus genes a otros huevos y proliferar.
Hoy, cualquier hijo de vecino sabe que las bacterias van mutando para eludir la acción de los antibióticos, que deben actualizarse constantemente. Y ya se habla de una superbacteria resistente a todo.
Lo mismo ocurre en ese duelo a muerte que se libra en el cuerpo humano entre las vacunas y los virus, que siempre van delante porque astutamente generan nuevas variantes que eluden las innovaciones de la tecnología.
Sin embargo, las vacunas son nuestra única defensa real.
Por eso, cuando empezaron a vacunar en Estados Unidos, viajé a Houston donde vive una hermana y me puse la Johnson, que es de una sola dosis.
Luego, gracias a la campaña de Lasso (eso hay que agradecerle) diversas vacunas se volvieron asequibles. Entonces me inocularon los refuerzos de Pfizer y quedé protegido, aunque no del todo.
Cuando el Gobierno declaró olímpicamente que la pandemia había terminado, seguí usando mascarilla y evitando las reuniones, pues sabía que la variante ómicron, mucho más contagiosa, pululaba por ahí afuera.
Lo que no sabía es que el virus cabrón me tenía en la mira y diseñó una estrategia para alcanzarme con la guardia baja. ¿Dónde?
En mi casa, por supuesto, adonde se introdujo dentro de una linda niña de seis meses, cachetona como corresponde y con unos ojos negros brillantes y ávidos de descubrir el mundo.
La trajo de visita la Paula y no pude resistir la tentación de cargarla, hamacarla y hacerle las gracias. Luego resultó que el papá estaba con Covid y no lo sabía.
Por fortuna, la guagua se curó rápido, pero yo me contagié y la Paula dio positivo sin síntomas.
No me quejo: las vacunas han hecho su trabajo y tengo las molestias de una gripe algo larga donde prima la congestión.
Sin embargo, lo peor de estos días no ha sido el Covid, sino ver desde la cama cómo el país era atacado una vez más por fuerzas que abiertamente utilizaron el caos para tratar de volver a Carondelet.
Frente a esto, el coronavirus es una molestia doméstica.