De la Vida Real
Un pueblo detenido en el tiempo
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Llegamos a un pueblo detenido en el tiempo. Da lo mismo haber ido hace 20 años que visitarlo ahora. Tal vez, hoy tenga un toque de modernidad imperceptible, como algunas casas con wifi y celulares de última generación.
Quería volver a Estero del Plátano a comer cebiche de pulpo, pero el local estaba cerrado.
Preguntamos dónde podíamos desayunar, y una señora nos dijo que, si queríamos comer algo, no había otro lugar que la casa de doña Doris. "Usted busque una casa con mesas afuera", nos dijo, y eso hicimos.
Encontramos la casa que tenía un letrero que decía 'Comedor Doris'. Afuera había dos mesas: la una tenía un mantel amarillo y la otra, uno verde.
Entramos tímidamente a preguntar si nos podían preparar desayuno para cinco personas. Por dentro, la casa era una mezcla entre restaurante y cuarto. En un rincón había una cama de dos plazas, con un señor acostado mirando TikTok.
Había cuatro mesas de plástico con manteles de colores y seis sillas en cada una. También había una televisión antigua y un árbol de Navidad muy bien decorado.
Un calendario de una mujer hermosa en bikini de 2014 estaba colgado en la pared de bloque. Por dentro, la casa no estaba pintada, pero por fuera sí.
Nos sentamos en las mesas del patio, que estaba lleno de plantas sembradas en botellas de plástico.
Doris, una señora de unos 50 años, salió a darnos la bienvenida. Nos dijo que no había café, pero que nos traería una jarra de limonada y poco a poco empezó a sacar los platos.
Me dio mucha nostalgia comer huevo y patacones con cuchara de sopa.
Los recuerdos de la niñez de alguna manera se extienden al presente. Me acordé de que, cuando era chiquita, íbamos de paseo a la playa con mis abuelos. Ellos no se hacían lío de comer en cualquier lugar, siempre y cuando estuviera limpio.
Doris salió a preguntarnos si todo estaba bien. Nos pasó la cuenta junto con otra porción de patacones. Nos dijo que estos últimos eran cortesía de la casa.
Decidimos continuar el viaje por la vía Corredor Turístico Galera San Francisco, una reserva marina. Nuestro destino era Portete. Doris nos explicó la ruta mucho mejor que el propio Waze.
Y partimos rumbo a lo desconocido por este carretero que parecía no tener fin, a través de una vegetación alucinante. Vimos miles de pájaros de distintas especies. Éramos los únicos en el camino.
De repente, pasaban unas vacas y también algunas motos. Todo a nuestro alrededor era vegetación primaria. Nos sentimos expedicionarios.
De cuando en cuando, llegamos a estos pueblitos donde pueden pasar 30 años y están congelados en el tiempo. Entramos a conocerlos, y no hay más que mujeres mayores viendo por la ventana de su casa, niños jugando en las calles y gente conversando en las pocas veredas que existen.
Nadie en estos pueblos usa mascarilla. Viven libremente, aislados del contagio comunitario.
Llegamos a Muisne, y ahí sí se vio un contraste. Franquicias de farmacias en cada lado del pueblo, un cajero automático, una gasolinera, gente apurada y hasta un poco estresada y muchos comedores improvisados. El tiempo pasó por ahí y les arrebató sutilmente la calma.
Enseguida salimos a la Ruta del Spondylus, donde pasan carros a toda velocidad y se ven más camaroneras que mar.
Llegamos a Portete, una isla encantada. Alquilamos una lancha que, por USD 15, nos llevó a dar una vuelta por el poco manglar que queda.
Jaime, el motorista, nos contó que él se dedica a cosechar conchas. Nos contó también que las camaroneras están destruyendo el manglar y eso le asusta, pero que, por ahora, está contento porque hay trabajo.
En medio del río Portete, navegando tranquilamente entre garzas y gaviotas, peces y conchas, oímos una detonación estruendosa.
Los cinco saltamos, y Jaime nos dijo que eso hacen los camaroneros para espantar a los patillos, unas aves que se comen los camarones. Pero, a este paso, van a espantar no solo a los patillos, sino a todos los seres vivos del manglar y a matar de un paro cardiaco a los turistas.
A este paso, van a espantar no solo a los patillos, sino a todos los seres vivos del manglar y a matar de un paro cardiaco a los turistas.
Luego del recorrido, fuimos a la isla; nos quedamos ahí a pasar el día, y el tiempo se detuvo hasta que la marea subió y decidimos regresar a Tonchigüe, junto al ajetreado ritmo de las vacaciones de fin de año.
Me quedé con ganas de vivir en un pueblo donde el tiempo no pase, donde el mar se pueda oír más que la música, los niños puedan jugar sin mascarilla y se pueda desayunar patacón con huevo y comer con cuchara.