Una Habitación Propia
Lo provisional definitivo
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
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La primera vez que escuché el concepto de lo provisional definitivo fue en relación a la arquitectura.
Se aplica, por ejemplo, a aquellos aumentos o reformas en las casas que se empezaron un día con mucha fe y que, a la espera de tiempos mejores, de que caiga una platita, se quedan para siempre inconclusas, feas, de cemento crudo o con fierros a la vista como espantapájaros paupérrimos.
Esta situación, la de vivir encerrados con miedo al contagio, iba a ser provisional. Pensábamos, yo pensaba, que sería como cuando lo del H1N1 y que en breve volveríamos a nuestras rutinas gregarias de oficinas, mercados, karaokes, quinceañeras, centros comerciales, misas, cumpleaños, cines, bautizos y velorios.
Pensábamos que volveríamos enseguida a la vida de un ser humano, o sea, la vida en manada.
Han pasado cinco meses, ciento cincuenta días, desde que el pensamiento ilusorio de que esto era pasajero cruzó por nuestras cabezas. Ahora vemos cómo aquella bobería de la mascarilla se ha convertido en el equivalente de la ropa –algo imprescindible para la vida en comunidad– y hasta nos impacta un rostro desnudo cuando alguien se ha olvidado de ponérsela.
Lo miramos como se mira a un exhibicionista: con miedo y asco.
La mascarilla es el símbolo visible de todo lo que, junto a las sonrisas, hemos perdido: los cumpleañeros de 2020 soplando velas en soledad, los niños pequeños que creen que el mundo es esto: miedo, alcohol, gel, termómetros, distancia y trajes estériles, los adolescentes que no tuvieron su fiesta de graduación y que no van a ir a la universidad, los ancianos que ven morir a todos los de su generación pensando cada día en cuándo les llegará el primer síntoma de asfixia, los hombres y mujeres que ven destruidos su sueño de un negocio propio, los ahorros convertidos en lodo en las manos, la parálisis social que enferma a todos.
Hay una frase del escritor Nic Pizzolatto que recuerdo todo el tiempo: hay que cosas a las que no se sobrevive aunque no te maten y siento que tanto ustedes como yo, que estamos vivos, no sobreviviremos a haber visto a nuestros amigos llorar a sus padres por Zoom, a los cadáveres en la calle en Guayaquil, al terror de tener unas décimas de fiebre o adolorida la garganta, a la soledad, a la pérdida de nuestros empleos, al sueño roto gigantesco que llamamos año 2020.
Lo provisional se va convirtiendo en definitivo y esas casas que eran nuestras vidas se van convirtiendo cada día más en construcciones monstruosas, inconclusas, grotescas, que da pena siquiera mirar.