Una Habitación Propia
Prestar el nombre
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
Actualizada:
Mandamiento: hay que cuidar el nombre propio.
Cuando una no tiene herencias ni propiedades ni nadie que te pague la renta o que siquiera te regale un racimo de verde hay que cuidar como lo más sagrado el nombre porque el nombre es la herencia, la propiedad, lo que paga la renta y el racimo de verde.
Y más: el nombre es la columna erguida, la cabeza alta, la mirada franca.
Mi nombre es mi única posesión.
Y hace poco lo presté.
Creí que lo hacía por un bien mayor, por compartir con los demás el secreto de mi libertad, mi fuerza y mi compasión: los libros. Creí también que nada más se necesita voluntad, energía y entrega para cambiar las vidas de los otros.
Yo amo mucho a este país y por eso presté mi nombre que tanto pero tanto me ha costado escribir en muros, fronteras y mundos anchos y ajenos.
Fui una estúpida, la reina de las estúpidas.
Cometí quinientos mil errores por minuto, me enredé en burocracias tan inservibles como insalvables, me paralicé de impotencia y decepción, creí en otros más que en mí.
Asistí al espectáculo pavoroso de ver enlodarse mi nombre sin tener más culpa que una fe tarada y una bocota.
Y el resultado –quien lo vivió lo sabe– fue que me alejé tanto de tener los pies sobre la tierra que terminé pendulando como esa piñata a la que los niños crueles le dan palo.
Fui víctima de mi ingenuidad y también, cómo no, de mi ego: creer que tú, una sola persona, puedes cambiar vidas en un país como el nuestro y que eso es más importante que tu integridad, tu palabra, tus convicciones y tu espíritu.
El maldito fin justifica los malditos medios.
Prestar el nombre tiene consecuencias.
Escribo esto como un recordatorio a mí misma –nunca más, dijo el cuervo de Poe, nunca más–, pero también para ese muchacho llamado Otto Sonneholzner que acaba de tomar una de las decisiones más importantes de su vida.
Le deseo que nunca se olvide que su nombre, ese tan difícil de pronunciar y que, sin embargo, todo el país se ha aprendido, es lo único que tiene.
Ojalá nunca escriban tu nombre, Otto, en la pared de la letrina que tenemos por clase política. Recuerda que un nombre escrito en mierda no lo borra ni todo el oro del mundo.
No pierdas tú también, Otto, lo único que tienes.