Un premio para los malvados
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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"Nunca le he tenido miedo a la muerte", escribe Yasmín Salazar, colega de este espacio. "Si, como dicen, es un estado en el que no se siente nada, pienso que es el final feliz de la existencia".
Esa naturalidad para despachar un tema que ha crispado a los humanos desde la noche de los tiempos, me recordó a una quinceañera que cantó muy lindo, hace algunos años, en un programa de nuevos talentos.
Por darse aires de doctora, a una señora del jurado, teñida de rubio, se le ocurrió preguntarle si creía en Dios.
–No –contestó la chica sin perder la sonrisa.
En lugar de respetar la clara respuesta a una pregunta traída de los pelos a un concurso musical, la señora teñida, abusando de la efímera autoridad del jurado, recriminó acremente y poco menos que amenazó con las llamas del Infierno a la ingenua concursante.
¡Ah, el Infierno! Quienes asistimos cuando niños a colegios religiosos sabemos del pavor que generaba esa palabra, acompañada de pinturas donde el fuego eterno devoraba a los pecadores desde los siete años de edad.
La idea de la educación católica consistía en marcarte para siempre con el hierro de la culpa y mantenerte subordinado a los funcionarios de Dios en la Tierra.
Pero en la última reingeniería celeste, el papa Francisco abolió el Infierno de un plumazo y sentenció que el castigo para los malvados sería simplemente la nada.
De suerte que esos malvados que se habían chamuscado dos mil años, y los malvados por venir, se llevan el premio de dejar de ser y punto. Obtienen lo que Yasmín considera el final feliz de la existencia. El auténtico descanso eterno.
A los 'buenos', por el contrario, les está deparado seguir siendo ellos mismos por toda la eternidad. ¡Horror! Yo no concibo peor castigo que seguir siendo yo mismo 'per saecula saeculorum'.
Y como ignoro si estos temas del más allá interesen todavía a los jóvenes lectores, pregunté a un alumno de La Condamine qué pensaba de Dios.
"Nada", respondió con la misma frescura de la joven cantante. "Ni mi papá ni mi mamá me han hablado de Dios, y en el colegio tampoco, así que no es mi problema".
Tal como si le hubiera preguntado qué pensaba de algún equipo de hockey de Noruega: nada, porque no estaba en el rango de sus vivencias.
¡Qué envidia! Porque un exalumno infantil de curas o monjas nunca llega a ser despreocupadamente ateo, por mucho que se pase la vida aplicando los argumentos racionales que desenmascaran el absurdo de las creencias religiosas.
Es que la razón no puede contra las emociones primarias; a lo sumo, desemboca en un agnosticismo radical. O finamente cultivado, en la línea de un Borges, que hasta para eso sirve de modelo.
Sin hilar tan fino, muchos de quienes ejercemos la duda filosófica, no solo para las cuestiones religiosas, sino también políticas y de otro tipo, sentimos a ratos cierta envidia por los creyentes.
Se entiende: ¿qué mayor comodidad que aceptar desde chicos las verdades reveladas, dejar la incertidumbre y la búsqueda de sentido a sufridores y solitarios, y dedicarse a las cosas más jugosas de este mundo, teniendo asegurado el otro?
La clave es no pensar. Pues a poco que empiecen a indagar en las contradicciones de la supuesta vida eterna y en la delirante fantasía de la resurrección de la carne, se les va a caer la estantería y quizás prefieran el premio de la nada.