El Chef de la Política
Políticos y delincuentes: el vínculo marital que no queremos observar
Politólogo, investigador de FLACSO Ecuador, analista político y Director de la Asociación Ecuatoriana de Ciencia Política (Aecip).
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En términos generales, está claro que los niveles de violencia que registra Ecuador son preocupantes en comparación no solo con nuestro pasado más inmediato, sino también en referencia con lo que ocurre en otros países de América Latina y el mundo.
Las revelaciones del caso "Metástasis" y todo lo que está envuelto alrededor de dicha investigación dan cuenta de una idea fundamental que, a pesar de ello, me parece que ha sido poco abordada: no es posible que el crimen organizado haya avanzado tanto en el Ecuador sin la existencia de fuertes lazos respecto a los actores políticos.
Aunque a muchos les pueda parecer una obviedad lo que digo, si se revisa la evolución del proceso judicial citado, solamente se ha expuesto públicamente a quienes son parte de la delincuencia más “operativa”, por llamar de alguna manera a los gatilleros, sus líderes y los grupos delincuenciales organizados alrededor de rimbombantes denominaciones.
Pero si aguzamos un poco el análisis, la evidencia existente sobre infiltración del crimen organizado en Policía Nacional, Fuerzas Armadas, Poder Judicial o Fiscalía, nos conduce inevitablemente a decir que es difícil creer que los malandrines hayan llegado hasta allí sin el apoyo e intermediación de quienes influyen políticamente en el país.
Dicho de otro modo, el solo hecho de tener recursos económicos y la amenaza (por demás creíble) de la violencia difícilmente alcanzan para controlar buena parte del aparato estatal. Para ello, se requiere un vínculo marital con políticos y organizaciones políticas. De allí que, sin dejar de poner atención a los maleantes y sus jefes inmediatos, el país debería volcar su interés en escudriñar quiénes se encuentran tras de ellos.
Desafortunadamente, ese ejercicio no es parte de la discusión pública y tampoco las investigaciones de la Fiscalía revelan, hasta la fecha, nada que permita visibilizar el maridaje existente.
Como se sabe, en buena parte de las candidaturas presidenciales, de asambleístas y de dignidades seccionales, los interesados en llegar al poder pagan al gerente propietario del partido o movimiento por el espacio. Ahí la pregunta que surge tiene que ver con el origen de dichos fondos. Aunque no se desconoce que en algunos casos la procedencia del dinero sea lícita y que el intercambio consista fundamentalmente en “hacer un buen negocio”, es un secreto a voces que en otros casos quien financia a ese futuro actor político es el crimen organizado, en sus distintas variantes.
En este segundo escenario, el alfil del delincuente común es el delincuente de cuello y corbata que -a través de leyes, decretos u ordenanzas- va a orientar la política pública para beneficiar a la organización de la que es parte o a evitar que las transacciones ilícitas puedan ser evidenciadas ante la justicia.
¿Quiénes son esos políticos y cuáles son las organizaciones electorales que han avalado en estos años la presencia del crimen organizado?
Esa pregunta compuesta no ha sido aún respondida por las investigaciones emprendidas y tampoco es tema de discusión por parte de la opinión pública.
Lo que en las últimas semanas abunda son declaraciones e imágenes en torno a la persecución y captura de los últimos eslabones de la cadena de crimen organizado. Evidentemente, ese trabajo que realiza la fuerza pública es necesario, pero por sí mismo no resuelve el problema de fondo, pues la raíz del mal no está allí sino en la estructura política corrompida que nos gobierna.
Seguramente los políticos vinculados con el crimen organizado, y que provienen de más de un sector partidista, deben estar satisfechos con el efecto que genera el despiste ciudadano.
Seguramente en esos niveles de decisión, los que corresponden a los delincuentes que no caminan con fusiles de asalto, sino que tiene cargos públicos a sus espaldas, ven con agrado que la discusión gire únicamente en torno a las estrategias policiales o militares que se deben utilizar, los recursos económicos que se requiere para el combate y las medidas de protección que el Estado debe brindar a los diferentes sectores sociales mientras se intenta reducir la violencia en el país.
Esa visión parcial del problema los deja intocados y al conflicto mayor sin indicios claros de solución en el mediano plazo. Por ello es que, mientras no se muestre cómo las fichas del ajedrez político se han movido para permitir que la violencia llegue al punto actual, difícilmente tendremos un país con niveles básicos de convivencia.
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Hay que mirar el bosque y no solo los árboles. Lo que ahora mismo nos presenta la justicia son puros árboles, unos más frondosos que otros, pero árboles al fin. Lo que deberíamos exigir como ciudadanía es conocer a la brevedad cuál es el rol de la política y de determinados políticos en el problema de inseguridad que ahora afronta el país.
Ahí vendrá el crujir de dientes, como dice uno de los textos sagrados.