Una Habitación Propia
El pecado de no conocer a las brujas: Natalia García Freire
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
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Tengo a mi lado una pequeña pila de libros de autoras ecuatorianas. Mi tesoro, como decía Gollum en 'El Señor de los Anillos'.
Detrás de ellas, tengo un póster que compré en el que una mujer, en una hoguera, atada a una estaca, prende un cigarrillo con el fuego que la rodea. Tiene el pelo oscuro, la piel blanca, la paz de las poderosas: se parece a Natalia García Freire.
A ella, a García Freire (Cuenca, 1991) la conocimos con 'Nuestra Piel Muerta', una primera novela deslumbrante, hermosísima, que, primero entre unos pocos lectores exquisitos y luego en mayor número, fueron dejándose conquistar por ese mundo animal y vegetal, secreto para casi todos los hombres, en donde suceden las pesadillas humanas y los milagros naturales que ignoramos a cada paso.
'Nuestra piel muerta' tiene capas y capas de literatura, de poesía, de ceremonia y de belleza que a veces parece que la novela le hubiese sido dictada por una sacerdotisa anciana y sabia, que se ha alimentado durante centurias de las historias inmortales de los insectos, las canciones de los árboles y los líquenes.
En 'Trajiste contigo el viento', Natalia García Freire ya es la chamana, ya ha dormido con el bosque hasta ser parte de él. Esta segunda novela de la cuencana nos traslada nuevamente a ese espacio, tan garcíafreiresco, de piedras cubiertas de musgo, de neblina, de oscuridades y de personas de pies gruesos de andar descalzas, decididas a emprender huidas imposibles.
Su escritura parece hablar de pureza, pero en realidad, como siempre en el juego amañado de la literatura, habla sobre otra cosa, otra cosa que oculta la tierra y que crepita como marañas de gusanos por debajo de nuestros pies. Esto que habitamos y sus entrañas.
Natalia García Freire escribe como poseída por el espíritu de la naturaleza, su literatura tiene el poder de una invocación en mitad del bosque:
"Si amar significaba creer, hice en ese momento confesión de fe en el cielo dilatado, en los embalsamados, en las garzas, la cola de zorro, la rosa del estero, el curupí, el aguara guazú y el ciervo de los pantanos. Y te quise como no te había querido nunca, te quise muerto, debajo de la tierra para enviudar en secreto y llevarte carpas tiesas a la tumba, de esas que atrapábamos en la laguna (…)".
Cocuán, el pueblo que inventa García Freire en Trajiste contigo el viento, es un pueblo pequeñito y condenado del que algunos de sus habitantes quieren irse o, quizás, solo quieren confundirse, olvidar que Cocuán son ellos y nacer otros, nuevos, benditos, sin memoria y sin Dios.
"Fuimos convencidos de que tan pronto los agarráramos, todo iba a pasar y volveríamos a Cocuán como volvieron tantas veces los pueblos antiguos cuando Dios mandaba acabar con todo; y en torno a él haríamos un pueblo nuevo, un pueblo pequeñito que abundaría en descendencia y Dios nos haría vivir cuentos de años hasta que pudiésemos ver que nuestra gesta había dado sus frutos y nadie se acordaría de esos hombres y mujeres que habían corrido desnudos al peñasco, huyendo de nosotros, ni se acordarían de lo que nosotros hicimos, de lo que íbamos a hacerles porque ellos estaban huyendo del futuro, de sí mismos y de nuestro pueblo viejo, que era, sin embargo, nuestro pueblo, nuestra patria, el lugar donde vivíamos y pecábamos y enseñábamos a nuestros corazones a latir despacio, temiéndole a Dios (…)".
Leer a Natalia García Freire es habitar durante doscientas páginas un mundo otro, ajeno, y, sin embargo, con resonancias que creíamos olvidadas de cuando éramos uno con los animales y el bosque, de cuando los caballos salvajes aparecían en mitad de la noche, como un milagro de cresta alborotada, de cuando teníamos tierra bajo las uñas y nuestros pies conocían perfectamente la forma de cada piedra, de cada raíz, de cada tronco.
Hasta que los pueblos como Cocuán nos hicieron esclavos porque, como dice García Freire, "un pueblo es una cadena hecha de pesadillas".