De la Vida Real
Ser peatón es un deporte de supervivencia
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Antes de la cuarentena, para mí era algo habitual salir de mi casa y tomar el bus. Vivo en una avenida por donde pasan dos líneas de buses. Organizaba mis salidas según la hora para no coincidir con la hora pico. Nunca me hice lío.
Pero luego de casi tres años, todo me parece distinto. No sé si es por el encierro o por la falta de costumbre. Una volqueta me chocó hace un mes. La vida cómoda se acabó, y hemos vuelto a salir al mundo a pie.
El primer cambio del que me percaté es que jamás tengo efectivo. No me había dado cuenta de que ahora todo lo pago por transferencia o con tarjeta de débito. El poco efectivo que utilizaba era porque mi papá tenía monedas en su carro. Antes del choque, yo iba por la calle comprando mandarinas, peras, aguacates, manzanas… todo por un dólar.
El segundo cambio fueron la velocidad y el maltrato que significan ir en bus. No sé si con el paso de los años me he hecho menos tolerante, pero me subo al bus saludando, y el cobrador me grita: "¡Vaya atrás, siga, siga para atrás, que la puerta de salida está atrás, mueva, mueva!"
Asustada, saco los 35 centavos que cuesta la parada mínima y lo único que quiero es bajarme, porque el chofer va haciendo carrera con el bus de la otra línea.
Y que yo me baje del bus es decisión del chofer, quien jamás para en la parada y me deja donde él decide. De vez en cuando, hay que bajarse en media calle y dejar que la vida dependa de la suerte.
Este es otro punto del que me he percatado: ser peatón es lo más humillante que puede existir dentro de la escala social urbana.
Los carros nos pitan, y las líneas cebra son invisibles; por suerte, no uso tacos, porque toca pegarse tremendos piques antes de ser brutalmente atropellada.
Previo al choque, íbamos a dejar y a retirar a los guaguas de la escuela; ahora, contratamos recorrido y cruzamos la calle para que la buseta les recoja.
Los carros van a más de 100 kilómetros por hora. Nos agarramos de las manos y nos encomendamos a Dios –no hay otra–. Llegar al otro lado de la calle es horrible: la vereda es un matorral y a veces hasta ratas muertas hay.
Pero de toda la avenida, esta es la parte que menos mal está, porque todos los días en la esquina hay basura. No sé si los vecinos la sacan en días que no son, o si a los recolectores de basura les da pereza recoger las bolsas. Lo cierto es que esperar la buseta es estresante.
Desde que me movilizo a pie, tengo efectivo. Voy caminando por Conocoto, donde está el cajero más cercano y, al caminar por las veredas, me toca pasar casi por encima de unos borrachos. No me dicen nada, pero es una sensación fea.
También me he dado cuenta de que muchos jóvenes fuman algo dentro de unas manzanas.
Cuando iba en el auto, había visto, mientras esperaba que el semáforo cambiara a verde, gente que inhalaba cemento de contacto en fundas, pero no me había fijado en esto de los fumadores de manzanas, y tal vez no sean ladrones ni violentos, pero doy por hecho que me van a asaltar o me van a agredir.
Tal vez ni me regresen a ver, pero siento una inseguridad brutal.
Decido por lo general regresar en taxi, pero el taxista jamás tiene vuelto, y el taxímetro marca cualquier cifra. Mismo punto de inicio y mismo punto final, pero la tarifa varía entre USD 3 o USD 5,50. Ser peatón es un estilo de vida incierto.
Lo que sí me gusta es que, al ir caminando, me fijo en nuevas tiendas y negocios, que tal vez haya visto, pero a los cuales jamás he entrado porque es un lío parquear el carro. Pero al estar andando, es fácil vitrinear en la calle y no solo en centros comerciales.
También me he fijado en que ser peatón tiene otro ritmo, un ritmo de calma, de parar en una esquina y tomar café con empanadas, de permitirse conversar con un desconocido en las mismas condiciones de caminantes.
Sabemos lo que pesa llevar fundas grandes, y del terror que se siente pasar por un charco al mismo tiempo que un carro.
Luego de seis semanas, cuando volvamos a tener auto, estoy segura de que mi perspectiva hacia el peatón va a ser de admiración y respeto, sé cuánto se arriesga en este deporte de supervivencia y de alto impacto.