El Chef de la Política
Participación y control social: dos funciones que no le competen al CPCCS
Politólogo, investigador de FLACSO Ecuador, analista político y Director de la Asociación Ecuatoriana de Ciencia Política (Aecip).
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Los derechos ciudadanos, en especial los de participación, son una conquista social adquirida a lo largo del tiempo. La gente se organiza, lucha, disputa espacios y obtiene victorias. Aunque las derrotas también están presentes, la convergencia de unas y otras van formando entre los individuos la idea de ciudadanía.
Ciudadanía entendida como el crecimiento individual acompañado de sentirse parte de lo social, de lo colectivo, de esa estructura de división del trabajo que modernamente llamamos Estado.
Cuando la participación se hace parte de la cotidianeidad y la mejora en el nivel de vida de la gente es tangible, la contraprestación más clara es el pago de impuestos, que no son vistos como una obligación sino como la necesaria contribución a la equidad.
Cuando las sociedades operan bajo esa lógica se habla de conglomerados en los que se ha sedimentado la idea de ciudadanía de alta intensidad.
La diversidad de mecanismos de democracia directa, impulsados desde la población, es una de las variadas formas de observar en la realidad una sociedad pujante y dinámica.
A la par, cuando la ciudadanía se asume como parte de ese todo social que es el Estado, no se conforma con ser parte de la designación de sus autoridades, vía elección popular y universal, sino que además propone diferentes mecanismos para controlar el buen comportamiento y gobierno de quienes han sido elegidos.
Aunque la Constitución y las leyes establecen una serie de incentivos para que la virtud y el interés por lo público coincidan en los funcionarios, la sociedad por sí misma desarrolla alternativas de vigilancia ciudadana.
La revocatoria del mandato de determinadas autoridades, por ejemplo, expresa una sociedad que se preocupa por el curso que asumen los temas públicos, los temas de todos.
Tanto la participación ciudadana como la generación de mecanismos de control, que no necesariamente deben ser institucionalizados, tienen un denominador común: emergen de forma espontánea, por decisión de la gente, por inventiva, apelando a la creatividad, recurriendo a ideas innovadoras.
Como consecuencia lógica de lo dicho, las democracias modernas se concentran en garantizar derechos de asociación y participación, dejando a la población la generación de distintas dinámicas de intervención política o lo que Alexis de Tocqueville y otros pensadores después llamaron asociación cívica.
En esa línea, la idea central del régimen democrático es que los Estados ofrezcan condiciones suficientes para el pleno ejercicio de las libertades negativas, resumidas en la idea de no interferir en la vida, pública o privada, de la gente.
Bajo esas premisas, la posibilidad de que el aparato estatal promueva e incentive los derechos de participación ciudadana o impulse mecanismos de control social, es un contrasentido.
No solo es un contrasentido, sino que además resulta peligroso pues, entregada a una fuerza política específica la conducción del Estado, los espacios para que la organización social sea capturada vía entrega de campos de poder, recursos u otros medios, es casi inevitable.
En Ecuador, ese contrasentido no solo es aceptado, sino que se encuentra consagrado a nivel constitucional. Más aún, la Carta Política de este país no se conforma con incentivar la captura de la vida política de las organizaciones sociales, sino que además se le ha entregado a esa espuria institución denominada Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, la facultad de designar autoridades clave para la vida democrática del país, como es el Contralor General del Estado.
En efecto, en países en los que la corrupción se encuentra generalizada y el abuso de los recursos públicos es el pan de cada día, ocupar ese cargo es mucho más importante y decisivo que presidir una corte de justicia, dirigir un ministerio o ser asambleísta.
Allí, en la Contraloría, está el espacio idóneo para velar por los intereses del Estado o para traficar influencias, perseguir políticamente a través de glosas o intercambiar el contenido de informes de responsabilidad por recursos económicos o posiciones de decisión política.
Desafortunadamente, la segunda opción es la que ha primado en los últimos años.
Si a las razones expuestas se suma el hecho que el país vive en un contexto de mayor competencia política que el observado cuando la actual Constitución surgió, las disputas de estos días en el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social no deberían llamar la atención.
Tampoco debería llamar la atención que unos y otros, resolución judicial en mano, demanden la presidencia de ese organismo. Menos aún debería extrañar que en el fondo de todo estén los intereses por asirse con la Contraloría General del Estado, esa institución que, mal orientada como ha sido la constante, constituye el principal mecanismo de regulación de disputas políticas y corrupción desenfrenada.
Por ello, la discusión no está en quien tiene el derecho a presidir ese Consejo sino en la prácticamente nula posibilidad de que una persona honesta acepte ser parte de un concurso para Contralor General del Estado que, a estas alturas, goza ya de mínima credibilidad ciudadana, independientemente de quienes lo organicen.
A todo el entuerto descrito hay que agregar que ahora, como consecuencia de la consulta popular del expresidente Lenín Moreno, los siete consejeros ya no son elegidos por decisión de las ficticias organizaciones sociales que apadrinaron a los anteriores miembros, como establecía originalmente la Constitución de 2008, sino por voto popular.
De esa forma, al infundado argumento que dio paso a la creación del Consejo de Participación Ciudadana ahora se suma que los consejeros gozan de la legitimidad que emerge de las urnas.
Paradójicamente, cuando a través de una consulta popular se pudo enmendar, en la medida de lo que se puede, esa errónea concepción de la participación ciudadana y el control social, lo que se hizo es tornar aún más caótica la vida democrática del país.
En el corto plazo, queda muy poco por hacer más allá de presenciar ese vergonzoso intercambio de mutuas acusaciones entre los integrantes del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social.
En el mediano plazo, tendremos un Contralor y otras autoridades que difícilmente serán de los quilates que el país demanda pues, como he dicho, difícilmente alguien con conocimientos y ética se prestará para ser parte de un proceso de selección al que le lloverán las impugnaciones y las decisiones judiciales de bolsillo.
En el largo plazo, hay que discutir la forma de repudiar la herencia de la Constitución de 2008, agravada por la consulta popular de 2011.