Cuando perdimos nuestro parque y nos quedamos solos
Aprende, investiga y enseña sobre cómo interactúan los humanos con su entorno. Biólogo, profesor de la Universidad de Cuenca y cofundador de LlactaLAB Ciudades Sustentables.
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Yo había llegado al barrio hace poco y aún no conocía a nadie. Tenía 10 años. A media cuadra de mi casa había un enorme lote vacío en una fuerte pendiente y viejos árboles, probablemente sobrevivientes del proceso de urbanización de esa época.
Los guambras del barrio iban allí para hacer bicicross y embarcarse en épicas batallas de coquitos de eucalipto.
Yo no sabía andar en bici, pero nadie me ganaba en las guerras de coquitos a pesar de ser un blanco fácil (o debería decir un 'colorado' fácil).
Así que rápidamente fui parte de la jorga del barrio, unos 15 chicos y chicas que nos veíamos todas las tardes en ese lugar, al que de forma optimista llamábamos "el parque".
Fue probablemente mi primera interacción social autónoma fuera de la familia y de la escuela. Allí conocí a El Pancho, a quien enseñé a jugar Atari, a El José Luis, quien me enseñó a andar en bici, y a La Roxana, mi primer crush. También fundamos el capítulo local de los Cazafantasmas.
Con las familias del barrio hicimos vaca para mejorar el parque. Compramos madera y plantas, trajimos herramientas para hacer las picas de bicicross, bancos para los espectadores, trincheras de batalla y un columpio en un árbol.
El parque se convirtió en el centro del barrio y en el articulador de la amistad, los juegos y la comunidad. Era nuestro Parque. Dos veces al año hacíamos minga para su mantenimiento.
Un buen día llegó maquinaria del Municipio. Aplanaron las rampas, taparon las trincheras y reemplazaron los bancos de tronco por el mobiliario urbano estandarizado de larga duración, apropiado para la intemperie.
Y tumbaron el árbol de columpio porque estaba en el lugar donde irían los 'juegos infantiles'.
Al poco tiempo vino el alcalde a inaugurar "el nuevo espacio público, moderno y apropiado para el barrio". Lo bautizaron con el nombre de un cura.
Intentamos encontrarle la gracia e inventarnos nuevos juegos, pero no había lugar para las bicis ni escondites adecuados para sorprender al enemigo. El óxido de los columpios de hierro nos manchaba la ropa.
Dejamos de ir al parque y nos reuníamos en nuestras casas, pero solo unos tres o cuatro cada vez y con invitación previa.
La Roxana se cambió de barrio. No recuerdo sus apellidos, creo que nunca los supe. Solo recuerdo que en el barrio teníamos una vez nuestro lugar, pero lo convirtieron en un espacio público. En ese entonces, con 10 años, comprendí perfectamente la diferencia.
Un espacio es una dimensión geométrica del territorio sin un significado sustancial. Un lugar, en cambio, rebosa de significado, de afecto y de relación con las personas.
Las ciudades de Ecuador deben dejar de construir espacios públicos y comenzar a crear lugares con significado.