París a pata con Telmo Herrera
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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Dejemos el París turístico para la oleada de visitantes que aprovechan los últimos días lindos del verano. Un verano que en el sur fue incendiario pero que no afectó demasiado al Sena y sus alrededores.
Por interesante que sea la casa de Víctor Hugo en la Place de Vosges –aquí donde se reunían los cuatro mosqueteros cuando era la Plaza Real–, no voy a perder una hora en una cola.
En la onda de visitar monumentos históricos, prefiero acudir el lunes al teatro de Nesle, a conversar con una auténtica institución ecuatoriana en París desde hace medio siglo.
Me refiero al novelista y director de teatro Telmo Herrera, que acaba de montar a Moliére en esta misma sala donde, a lo largo de su carrera, ha puesto en escena a Lorca, Jean Genet y otros clásicos.
Nos conocimos con Telmo cuando yo también vivía aquí, hacia 1980, y lo he vuelto a ver casi siempre que he pasado por París.
Pequeño, oriundo del Carchi, con su barba de profeta, Telmo es un registro vivo de todos los diplomáticos, artistas y escritores ecuatorianos que han residido acá. Y tiene opiniones tajantes.
Que la mayoría de funcionarios suele hacer muy poco. Que el mejor fue Juan Cueva, embajador de Borja, porque había estudiado aquí, estaba muy bien relacionado y Carlos Abad era su colaborador estrella.
Le pregunto cuáles escritores ecuatorianos han sido conocidos y leídos en francés. 'Huasipungo' y 'Juyungo', dice, que fueron publicados por Gallimard.
Ni Adoum ni Telmo Herrera ni ningún otro, añade, porque no han escrito una novela trascendental. Como hicieron los del boom, con libros como 'Cien años de soledad' o 'Rayuela'.
Lo que me gusta de Telmo es que sigue creando desde que, en los años 80, ganó un premio en España con su novela 'Papá murió hoy', que también circuló en Ecuador.
Mañana vuela a Sevilla a hablar con el editor de su próxima novela. Allá, con un calor de 40 grados y un vino frío a orillas del Guadalquivir, quién dice que esta vez no la rompe.
A la usanza de los tiempos mochileros, vamos comiendo un sánduche mientras avanzamos por los puestos de libros viejos a orillas del Sena y cruzamos por el Pont des Arts, donde tuvieron que prohibir los candados que los turistas aherrojaban en la baranda, pues esta se vino abajo por el peso.
Telmo revive los tiempos épicos del Inca Maya, ese restaurante ubicado en una cave de Les Halles. Uno de los propietarios era doña Flor, cocinera ecuatoriana del presidente Mitterrand, ni más ni menos, quien adoraba sus llapingachos.
Al Inca Maya llegaba también Guayasamín, se pegaba los tragos y pedía la guitarra para cantar. ¡Uy, ya va a llorar mi papá! Cuenta que decía Verenice, cuando el maestro entonaba 'Ayayay aguacerito' en el corazón de París. Hoy queda su mural en la sede de la Unesco.
Llegamos hasta la Ópera y tomamos por uno de los grandes bulevares que diseñó el barón de Haussman en el siglo XIX, dándole a la ciudad su rostro definitivo, con estos edificios de siete pisos, piedra, balcones de hierro y portones de madera.
Las fachadas se mantienen iguales, pero la gente cambió. Ya nadie lee Le Monde en el metro ni libros en los parques. Casi nadie porque todos andan prendidos de sus putos celulares, como en cualquier ciudad del mundo.
Pero se siguen publicando novelas, y Telmo es un símbolo de esa resistencia.
Pero también es –o somos, mejor dicho– una especie en extinción.