Una Habitación Propia
Otra chica más, otra chica menos
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
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Asisto otra vez con el puño en la mano a una historia de violación en masa.
La historia, más espantosa que las peores pesadillas que pueda tener un ser humano, ocurrió en España, al norte del país.
La chica había estado toda la noche bailando, feliz, con sus amigas. En un país en el que, como en todos lados, la juventud estuvo encerrada tantos meses, la posibilidad de bailar, simplemente de bailar, y estar con otros y otras de su misma edad, resulta más que atractiva, indispensable.
Todas hemos tenido dieciséis años. Todas hemos soñado con fiestas, con ropa divertida, con chicos, con hacer coreografías y pintarnos la raya en el ojo.
A esta adolescente su mamá la llevó a la discoteca y ella le avisó que volvería en el primer tren de la mañana, el de las seis. Su mamá la esperó, pero entre toda la gente que bajó no estaba la chiquilla y su teléfono sonaba y sonaba al otro lado del oído de una familia cada vez más angustiada.
Más tarde un camionero la encontró tirada entre unos matorrales, desnuda, destrozada.
En la televisión el hombre, que habrá visto en sus años por las carreteras todos los terrores del mundo, no puede evitar que se le rompa la voz al hablar de lo que encontró.
Inhumano.
Al policía a cargo de la investigación otro hombre testigo de los infiernos, también se le rompe la voz. Nunca, en sus años de carrera, había visto algo así.
Una niña de dieciséis años. Él nunca había visto algo así.
La persiguieron de camino a la estación. No eran depravados escondidos en las cloacas del mundo esperando una víctima. No eran el payaso de 'It' o la bruja de 'Hansel y Gretel': eran los amigos con los que ella y sus amigas habían estado bailando toda la noche.
Esos chicos la conocían.
Y, sin embargo, lo que encontró el policía era lo peor que había visto en su vida.
Y, sin embargo, lo que encontró el camionero hizo que se le rompiera la voz en televisión. La dio por muerta hasta que una migajita de aliento salió de ese cuerpo roto.
Le hicieron tanto daño, tantísimo, que las operaciones para reconstruir sus genitales y su interior han durado horas y han sido increíblemente difíciles.
Otra vez: los médicos nunca habían visto algo así.
Le hicieron tanto daño, tanto, de verdad, tanto, que tiene una contusión cerebral, una lesión que esperan que no sea permanente.
La noquearon para destruirla por dentro.
La chiquilla que salió a bailar terminó desnuda y moribunda entre unos matorrales.
Quienes hicieron eso eran los mismos chicos con los que bailó toda la noche.
Ni el camionero, ni el policía ni los médicos habían visto semejante grado de destrucción en una persona.
Pienso siempre en la frase de Nick Pizzolato, el autor de 'True Detective', de que hay cosas a las que no se sobrevive aunque no te maten.
Esa chiquilla va a sobrevivir, pero no va a sobrevivir.
No sé si me explico: cuando alguien te hace algo así de grave, cuando los hombres en los que has confiado te destruyen de esa manera, nada en ti vuelve a ser igual. Ni tu confianza, ni tu sexualidad, ni tu relación con el mundo de afuera, ni tu autoestima, ni tu cuerpo ni tu mente.
Te convierten en otra cosa: un mundo de estrés postraumático.
Una prisionera de tu propio terror.
Veo en televisión que los muchachos que hicieron esto eran "chicos normales" y no puedo creer que nadie diga lo obvio: el machismo cala tan hondo que hasta esos "chicos normales" consideran el cuerpo de las mujeres como una cosa.
Tal vez dirán que estaban borrachos. Tal vez dirán que estaban drogados. Tal vez dirán que ella había bailado provocativamente, que iba con poca ropa, que fue coqueta toda la noche.
Tiene dieciséis años.
Que tus supuestos amigos a los dieciséis años te destruyan por dentro, tanto física como emocionalmente, no se supera.
Esta niña caminará por el mundo con el terror de la salvaje agresión sexual grabado a fuego en todo su cuerpo.
Quizás esté tan devastada por dentro que no pueda tener hijos.
Dieciséis años.
Ahora que estoy en la edad de las madres más que de las hijas, pienso en esa mujer que esperaba en la estación de tren a la niña que llevó, toda linda y arreglada, a la discoteca la noche anterior.
A esa mujer le devolvieron a una niña casi muerta, perforada.
Pienso en mis amigas con hijas adolescentes y empatizo con el terror que deben tener cada vez que sus niñas salen a divertirse.
¿Sentiría eso mi mamá?
¿Sentiría eso la mamá de la chiquilla española?
¿Sienten eso mis amigas?
Hay que advertirles a las niñas sobre el peligro del mundo. Protegerlas como princesas y negarles el conocimiento de las manadas de lobos que las acechan a cada paso las hace débiles, confiadas.
Las mujeres tenemos que mirar encima del hombro siempre, a cada paso.
Y desconfiar.
A esta niña le quitaron el futuro.
Y esto pasa cada día, a cada rato.
Cuidemos a nuestras niñas, pero y sobre todo a nuestros niños.
¿Quién ha criado a esos violadores? ¿De dónde salieron?
De una casa.
De una ciudad.
De un país.
De un mundo.
Enseñemos a los chicos a respetar a las mujeres porque que solo uno de ellos diga "no, amigos, voy a llamar a la Policía" es la diferencia entre una niña que vuelve a su casa a las seis de la mañana y una a la que encuentra un camionero desnuda y destrozada en un matorral.