Oppenheimer: un genio atormentado por la culpa
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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Un personaje digno de una tragedia griega o de la pluma de Shakespeare. Un físico cuántico con una inteligencia más rápida que la de Einstein, quien trabajó bajo sus órdenes en Princenton, luego de la guerra.
Un judío de Nueva York, de familia rica e inclinada a las artes, humanista, que apoyaba a los comunistas de los años 30, capaz de leer los tres tomos en alemán de Das Kapital en cuatro o cinco días.
Navegante y amante de la naturaleza que devoraba poesía francesa y el Bhagavad Gita en sánscrito, que adoraba The Waste Land, de T. S. Eliot, y escribía poesía al tiempo que descifraba los enigmas de la mecánica cuántica y buscaba remedio para sus conflictos y depresiones en las obras de Freud.
Con un lado autodestructivo, sabiéndose muy superior intelectualmente, con una ambición desmedida, nunca encajó del todo el hecho de ser judío y discriminado por algo.
Era, claro está, un enamorado del poder y la gloria; un niño bien que preparaba los martinis perfectos; el científico más famoso del mundo que sería acosado y humillado en las audiencias de 1954 por los anticomunistas que lo detestaban por su pasado de izquierda y su oposición a nuevas armas nucleares.
Flaco, de rostro huesudo e intensos ojos azules, con sombrero alón y un incesante cigarrillo en los labios, cuando no una pipa, era ya un ícono desde su juventud.
De apariencia frágil pero muy recio, capaz de recorrer las montañas de Nuevo México a caballo durante días, durmiendo bajo la lluvia o las estrellas, cuya extinción dedujo con pura especulación teórica.
Dominante, irresistible, ese profesor de Berkeley y el Caltech cuyo fulgor intelectual y don de lenguas encandilaban a todos, empezando por las mujeres, era el hombre que iba a dirigir el proyecto más ambicioso del siglo con un grupo de físicos brillantes que querían adelantarse a los nazis en la construcción de una bomba atómica para salvar al mundo.
Pero les salió la bigotera al revés. Aunque Alemania se rindió en mayo del 45, atrapados en el vértigo de la investigación y el conocimiento, el equipo siguió febril con el proyecto hasta la primera explosión en el desierto de Nuevo México.
Solo entonces, cuando vieron el poder diabólico que habían desatado, empezaron a arrepentirse, pero ya era tarde pues la decisión pasó a manos de los militares y la Casa Blanca, que ordenó arrojarla sobre Hiroshima y Nagasaki cuando Japón ya estaba derrotado y sus ciudades arrasadas por las bombas de napalm.
Desde entonces, Oppie, como le llamaban sus amigos, se opuso públicamente a construir más bombas y propuso un acuerdo mundial para vetarlas. Pero el presidente Truman lo calificó de “llorón” y uno de los científicos diría, años después, en el imprescindible documental The Day After Trinity que, al igual que Fausto, Oppie había vendido su alma al diablo a cambio de poder y sabiduría. Y de allí no había vuelta atrás.
Quizá por eso, doblegado por la culpa, aceptó sin pelear, como una expiación, las audiencias amañadas del 54 que lo derrocaron de su pedestal.
Lo cierto es que la bomba desató la carrera armamentística con la Unión Soviética e instauró la inacabable Guerra Fría que, luego de una tregua hipócrita, ha sido reactivada por la política expansionista de Vladímir Putin, quien chantajea a Occidente con su inmenso arsenal nuclear y esos misiles hipersónicos que pueden alcanzar a Estados Unidos.
Todo esto viene a cuento por la película de Christopher Nolan en la que Cillian Murphy interpreta a Oppenheimer, acolitado por actores de la talla de Robert Downey Jr. y Matt Damon. Antes de verla, para ponerme en autos, como dicen los abogados, leí Prometeo americano: el triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer, jugosa biografía que se alarga un poco en el tema del comunismo y la caza de brujas, tal como la película.
Clave final: cuando le preguntaron a Oppie por los 10 libros que más influyeron en su vida, su lista empezó con Las flores del mal, de Baudelaire, y remató con Hamlet. Eso lo explica todo, ¿o no?