Esto no es político
Narrativas que avergüenzan
Periodista. Conductora del programa político Los Irreverentes y del podcast Esto no es Político. Ha sido editora política, reportera de noticias, cronista y colaboradora en medios nacionales e internacionales como New York Times y Washington Post.
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Un nuevo escándalo golpea a la política nacional y la respuesta que dan varias de sus autoridades involucradas son vergonzosas e indignas de un estado democrático.
El escándalo toca a Lavinia Valbonesi, esposa de Daniel Noboa. Valbonesi es la accionista principal de la empresa Vinazin S.A. que estaría detrás de la construcción de un megaproyecto inmobiliario en Olón, provincia de Santa Elena.
La fiscalía confirmó el inicio de una investigación previa, pues se presumen irregularidades. No solamente porque el proyecto sería construido en una zona protegida —aunque la ministra de Ambiente lo ha negado— sino también porque varios ministros estarían involucrados en el proyecto.
Mónica Palencia fue abogada de Vinazin S.A.; Roberto Luque, fue gerente de la empresa que hizo los estudios de factibilidad del proyecto —ambos, antes de ser funcionarios— y Sade Fritchie, como ministra de Ambiente, habría concedido los permisos ambientales.
Su participación, por lo menos, levanta dudas que, en lugar de responderlas, han sido deslegitimadas por la narrativa oficial.
Palencia fue la primera en hablar. En una entrevista en la que la Ministra del Interior estaba visiblemente incómoda y a la defensiva, usó todos sus esfuerzos para intentar minimizar la protesta en Olón. Dijo que ella “no sabe qué tan pacífica era o no” —aunque, básicamente, su trabajo es saberlo— y que además no se trata de una “protesta de comuneros”, porque dijo, “escuchó acentos extranjeros” protestando.
Cómo no nos va a avergonzar tener que escuchar estas palabras de una ministra que fue blanco de cuestionamientos xenófobos al asumir su cargo por su nacionalidad mexicana —se naturalizó como ecuatoriana apenas horas antes de ser posesionada—. Es inverosímil que ahora, sea precisamente ella quien pretende deslegitimar una protesta porque “escuchó acentos extranjeros”.
Palencia no dudó en plantar la semilla de lo que sería el discurso oficial sobre el tema: “Aquí hay una tendencia a dañar políticamente imágenes”, dijo, con una evidente intención de deslegitimar el derecho democrático de todos los ciudadanos a vigilar, cuestionar y exigir explicaciones a sus autoridades.
Ese argumento ha sido repetido por el Presidente de la República; por la ministra de Ambiente, Sade Fritchie; por la Secretaría de Comunicación, Irene Vélez y por la coordinadora de la bancada oficialista, Valentina Centeno. Su objetivo concertado es claro: posicionar que los cuestionamientos, las preguntas, las dudas y las críticas al opaco proyecto de Olón se hacen con la intención de afectar al gobierno.
Nadie en el gobierno parece pensar que los ciudadanos tienen el derecho a preguntar cuantas veces les parezca sobre las acciones y omisiones de los funcionarios públicos y su entorno. Y que ellos, como funcionarios, tienen la obligación de responder.
Es indolente —o cruel— pensar que los ciudadanos que cuestionan las acciones de los funcionarios tienen como objetivo en su vida cotidiana “dañar la imagen” del gobierno en lugar de ocuparse de sobrevivir a la violencia, a la destrucción de sus comunidades, a la inseguridad jurídica o al desempleo.
La imagen del Presidente —o de cualquier otro funcionario público— no debería ser la principal preocupación de quienes gobiernan un país que se desangra.
Los funcionarios deberían recordar, además, que su obligación no está en sacralizar la imagen de un mandatario, si no en ofrecer soluciones y garantizar transparencia a los ciudadanos.
Por eso resulta insultante que la ministra de Ambiente, Sade Fritchie, se tome 48 horas para emitir un comunicado en el que, en lugar de desvirtuar con contundencia los señalamientos que la apuntan, se dedique a decir que “el gobierno no se desgasta en intentos de ciertos políticos de empezar campaña anticipada” —frase casi copiada de lo que dijo Daniel Noboa horas antes— o a desear suerte a quienes “invierten tiempo y recursos en campañas mediáticas basadas en mentiras, desprestigio, violencia política y de género”.
Pero explicarle a Fritchie que ser objeto de escrutinio público —como cualquier otro funcionario o funcionaria— no la hace víctima de violencia de género o violencia política, parece inoficioso.
Va siendo hora de que algunas funcionarias que, además, son absolutamente ajenas a las reivindicaciones de las mujeres por sus derechos, utilicen esa carta para pretender blindarse de rendir cuentas.
Valentina Centeno, coordinadora de la bancada oficialista en la Asamblea, también salió a hacer lo suyo. En una entrevista dijo, sin sonrojarse, que el de Olón, es “un proyecto privado” y que se trata de “un ataque sistematizado en contra de la imagen del Presidente de la República”.
Centeno, cuyo trabajo como legisladora es fiscalizar las acciones del Ejecutivo, no tiene problema alguno en decir que “lamenta que esto tenga que escalar a la Asamblea Nacional”. Ella, quien debería concentrarse en velar por los intereses de quienes la eligieron, está más preocupada en precautelar la imagen presidencial que en hacer su trabajo.
Irene Vélez, flamante Secretaria de Comunicación no se quedó atrás. En su primera intervención tras su posesión, siguió con el guion en una radio de Guayaquil. Redujo los cuestionamientos a culpar a “organizaciones políticas que están intentando ganar su tajada” previo a las elecciones.
De tomar responsabilidades o dar explicaciones, nada. Al contrario, en el centro de su discurso no están los ciudadanos: está la imagen del Presidente de la República.
Contrario a lo que algunos funcionarios parecen pensar, los cargos públicos no tienen por objetivo alimentar sus vanidades y llenar de oropel sus hojas de vida —bastante escuálidas en algunos casos—. Al contrario, fueron elegidos para velar por los intereses de los ciudadanos, incluso cuando estos se cruzan con sus intereses personales o empresariales.
El juego de la democracia obliga a los funcionarios a rendir cuentas. Un estado no es una empresa privada manejada a la vieja usanza en la que el jefe, por las buenas o las malas, impone su voluntad y los empleados, les guste o no, las cumplen.
La conducción de un estado requiere también la capacidad de tolerar y administrar la crítica y el escrutinio con algo de elegancia. Eso implica evitar narrativas que avergüenzan a cualquiera que se precie de defender la democracia y nuestra tarea, como ciudadanos, es exigir que así sea.