El juicio del informático sueco Ola Bini es paradigmático. Un mosaico que puede ser interpretado desde varios ángulos, dependiendo del observador, de sus intereses y afinidades. Sus antipatías y militancias.
En efecto, el caso de Bini va más allá del universo judicial. Nos muestra los vaivenes del juego político, de los gobernantes de turno que buscan fines concretos desde el poder. También las grietas de los organismos de control.
Veamos la coyuntura. Aunque un tribunal declaró inocente a Bini del supuesto delito de acceso no consentido a un sistema informático del Gobierno, el juicio todavía tomará tiempo en concluir.
La Fiscalía acaba de apelar el fallo para que la Corte Superior lo revise. Insiste en que el programador vulneró deliberadamente un sitio web gubernamental, en 2015.
Miremos el antecedente. El proceso ha tardado cerca de cuatro años en llegar a una primera sentencia, tras una serie de incidentes y dilaciones propias del sistema judicial ecuatoriano, pese a que el procesado no era un ciudadano común y corriente.
Es uno de los informáticos más destacados en programación para encriptar sistemas informáticos, promotor del software libre, amigo cercano del creador de Wikileaks, Julian Assange.
Por eso tuvo recursos para contratar un potente bufete de abogados para su defensa, así como el respaldo de distintas organizaciones nacionales e internacionales, que alertaron sobre las violaciones a sus derechos desde cuando fue detenido, el 11 de abril de 2019.
Ese día, Bini iba a tomar un vuelo para viajar a Japón a un certamen deportivo.
Ahora pongamos ojo en el contexto. Bini fue detenido horas después de que Assange fue expulsado de la embajada de Ecuador en Londres, luego de que el gobierno de Lenín Moreno le retirara el asilo, concedido en 2012 por Rafael Correa.
Entonces se activaron las alertas llegadas desde los servicios de Inteligencia de Estados Unidos y otros países de que en Ecuador operaban dos hackers rusos, que intentarían atacar sistemas informáticos del Gobierno como retaliación por lo ocurrido con Assange.
Fue un momento de quiebre para Moreno y su ministra del Interior, María Paula Romo, quien se puso al frente de las denuncias, en medio de la difusión de información confusa.
Entonces, el régimen debió aclarar que el hacker no era ruso, sino sueco: era Ola Bini.
Para ese momento, Assange era un dolor de cabeza, no solo para Ecuador, por los abusos constantes en la sede diplomática.
También lo era para Estados Unidos, Gran Bretaña y España, aliados estratégicos de la administración de Moreno, luego del rompimiento con Rafal Correa, en 2017.
Bini se convirtió en el enemigo visible que el régimen de Moreno empezó a construir para justificar la expulsión de Assange. Así buscaba demostrar que el sueco triangulaba operaciones de Wikileaks desde Ecuador.
"Cuando el enemigo no existe, es preciso construirlo. Tener un enemigo es importante para procurarnos un obstáculo con respecto al cual medir nuestro sistema de valores y mostrar, al encararlo, nuestro valor", destaca Umberto Eco en 'Construir al enemigo'.
Los hechos evidenciaban la estrecha cercanía de Bini y Assange, pero no probaban ningún delito.
El sueco había visitado al líder de Wikileaks 15 veces en la embajada, desde 2015 hasta meses antes de su salida. Bini llegó a Quito en 2013, como representante de la empresa ThoughtWorks, una consultora tecnológica internacional.
Desde su arribo, Bini fue simpatizante del correísmo, en la misma línea de Wikileaks.
Sus contactos más cercanos con el Gobierno fueron los españoles Iván Orosa y Chema Guijarro, artífices de la operación política del asilo de Assange en la embajada.
Los dos eran asesores del entonces canciller Ricardo Patiño.
Las evidencias de esos nexos se hallaron en chats del celular de Bini, donde también se descubrió la foto de la pantalla del sitio web de la Corporación Nacional de Telecomunicaciones (CNT), que según la Fiscalía es una prueba fehaciente de que vulneró el sistema.
A los jueces del tribunal de Pichincha no les convencieron, por el momento, los argumentos y tesis de la Fiscalía.
Si bien Bini accedió a la página de CNT desde su computador, no ingresó al sistema ni obtuvo ilegalmente ninguna información, con lo que no se consumó ningún delito.
O al menos no se presentó evidencia contundente que lo pruebe, según el fallo judicial.
En esencia -según ese razonamiento- una fotografía no puede servir como prueba de carácter informático para demostrar el cometimiento de un delito de este tipo.
En adelante, la Fiscalía insistirá ante la Corte Superior en sus argumentos y su teoría del caso, en concordancia con las pruebas recabadas.
Y lo hará contra la corriente: los jueces y organismos de derechos humanos han observado que, desde el inicio, la investigación vulneró el debido proceso.