Punto de fuga
Nostalgia de Quito
Periodista desde 1994, especializada en ciudad, cultura y arte. Columnista de opinión desde 2007. Tiene una maestría en Historia por la Universidad Andina Simón Bolívar. Autora y editora de libros.
Actualizada:
Ciudad amada, ciudad lejana, ciudad añorada… Y ajena, también. Ciudad, a veces, temida, aborrecida, inescrutable. Quito, lugar que me ha dado todo; donde no nací, y sin el cual no entiendo la vida. Quito, ciudad ajena y rotundamente mía.
Con el paso del tiempo, la conciencia de la condición migrante dota, a quien la vive, de un superpoder: tener varios lugares a los cuales llamar propios y ser capaz de sentirse de todos esos lados a la vez.
Yo, por ejemplo, soy guayaquileña (el gentilicio que me corresponde por nacimiento) y también soy de Quito (que es más un estado del alma).
Llegué cuando tenía dos años y todavía no me acostumbro del todo a su frío que parece morderle a uno la nariz. Pero, en cambio, creo que tardé poco en perder por completo el acento guayaquileño con el que pronuncié mis primeras palabras.
Hasta casi entrada en la adolescencia, secreta y confusamente, añoraba volver a caminar por la Avenida 9 de Octubre de la mano de mis papás un sábado cualquiera, sin tener que llevar siempre un suéter a la mano.
Eso sí, apenas llegué a la adultez celebré la sabiduría de mis padres de habernos ido a vivir a Quito; ciudad de vocación igualitaria, donde planes y promesas pueden cumplirse. Ciudad donde se podía (¿se puede aún?) ser curuchupa, hippie, punk o plástico y vivir sin que nadie, o casi nadie, se metiera con uno.
En estos días, todos quienes viven en Quito, y son de Quito aunque no hayan nacido en ella, están festejándola y yo siento envidia. No del tráfico que la posee a nombre de su fiesta fundacional —digno de uno de los círculos del infierno de Dante. Tampoco de sus chivas estridentes o de los borrachos que hacen de cada esquina un urinario.
Solo envidio poder sentarme en algún lado para mirar hacia el Pichincha, mientras atardece, y contemplar largo rato su figura negra y enorme recortada contra el cielo. Solo envidio caminar, apretando el paso —y la cartera—, por alguna calle del centro histórico que huele a palo santo.
Quizás un poco me envidio a mí misma, es decir, a la que fui mientras viví en Quito. Esa que empiezo a dejar de ser ahora que me aclimato a un sitio donde hace sol y calor todo el tiempo, y son pocas las semanas del año que debo tener siempre un suéter a la mano. Ahora que ya casi ya no reparo en que mi voz suena distinta cuando hablo en otro idioma. Ahora que sin prisa —casi resistiéndome— asimilo esta nueva ciudad que a pequeños retazos empiezo a entender como mía. Ahora que siento que Quito se me escurre entre los dedos. Y me duele.
Quién sabe si algún día también llegue a ser de este otro lugar donde hoy vivo. Es posible, y hasta lógico: es el superpoder que tiene la condición migrante. Pero, por ahora, la nostalgia solo me permite sentirme de Quito, esa ciudad ajena que es más mía que nunca. ¡Toquen, trompudos!